Columna 19.11.19 en La Segunda.

El oficialismo tuvo varias oportunidades para encauzar la discusión constitucional. Renunció a participar activamente en el proceso que impulsó Michelle Bachelet, cuando prefirió la diatriba a la colaboración crítica (salvo honrosas excepciones, como Jaime Bellolio o Manuel José Ossandón). Luego, al volver a La Moneda ni siquiera evaluó hacerlo, pese a que Chile Vamos había propuesto más de 80 reformas a la Constitución, y no obstante la advertencia de algunas voces afines en orden a canalizar este debate a tiempo. Bien podría haber significado la punta de lanza de una indispensable renovación y relegitimación institucional.

El proceso constituyente actual es probablemente la última oportunidad en esta materia para la derecha posdictadura. Desde luego, las circunstancias parecieran no ser las mejores: aunque faltan detalles por definir, ya hay un itinerario fijado y no por propia voluntad, con plebiscitos y elección popular de delegados. Y también fundada incertidumbre ante la falta de una regla por defecto. El margen de discusión será muy grande, con todos los desafíos que esto implica.  

Pero precisamente por ello, se trata de un escenario propicio para abandonar aquellas lógicas que dificultaron la adopción de un sano reformismo en su minuto. En rigor, llegó el momento de que la derecha renueve sus planteamientos y su estrategia al momento de pensar sobre la Constitución (y más allá). Ya no podrá tildarse a priori de inconstitucional aquello que se juzga como injusto o indeseable, ni tampoco reducir estos temas a la pura técnica jurídica, como si la legitimidad fuera algo secundario. Habrá que argumentar políticamente en favor de cada posición que se busque promover o defender, dentro y fuera del proceso constituyente. Esto incluye las imprescindibles disposiciones transitorias que, de ratificarse el cambio a la Constitución en el plebiscito de salida, aseguren la continuidad institucional.

Todo lo anterior supone modificar el prisma con que se mira la Constitución. Antecedentes hay. Hace varios años que Joaquín Fermandois constató “las condiciones impropias de un estado de derecho” del plebiscito de 1980. Previo a eso, Raymond Aron subrayó que “para que el sistema funcione es preciso que la gente tenga fe en su propia Constitución. Y quizás el valor esencial de cualquier Constitución es el de ser aceptada como evidente”. Y así, suma y sigue: Burke, Voegelin, Góngora y un largo etcétera de autores, ni progresistas ni de izquierda. El punto obviamente no es la erudición. El punto es que para argumentar políticamente y pasar a la ofensiva se requiere –entre otras cosas– historia, sociología y filosofía. Se requiere, en simple, más que el derecho y la economía noventeros. Ese es el desafío.