Columna publicada el 10.11.10 en El Mercurio.

El vocero de la Corte Suprema, Lamberto Cisternas, afirmó que la Constitución debe ser modificada, porque tal sería “el clamor popular”. Días después, la Asociación Chilena de Municipalidades —con el apoyo de alcaldes oficialistas— convocó a un plebiscito sobre el problema constitucional. Incluso el administrador apostólico de Santiago, Celestino Aós, afirmó que “es indudable que hay que cambiar la Constitución”.

Naturalmente, uno podría discutir la pertinencia de cada una de estas declaraciones y decisiones (ni jueces ni obispos están llamados a tomar decisiones políticas). Con todo, estos ejemplos —que podrían multiplicarse— son muy reveladores del callejón oscuro al que está entrando al gobierno, y que excede la cuestión constitucional. Hay una peligrosa sensación de vacío de poder y, como sugería Aristóteles, la naturaleza aborrece el vacío. Todo indica que si el Gobierno no toma algún tipo de iniciativa política —subiendo la apuesta social, fijando un itinerario para modificar la Carta Fundamental, ofreciendo un gesto sacrificial—, otros lo seguirán haciendo en su lugar.

El cuadro se complica aún más si recordamos que la crisis detonó hace más de tres semanas, y el Ejecutivo aún no da con la tecla adecuada. Es cierto que el ministro Briones mostró, en pocas horas, un asombroso talento político; pero el mismo Presidente lo opacó al convocar al Cosena el mismo día del acuerdo tributario. En otras palabras, se las ingenió para restarle brillo a un hito crucial. ¿Quién entiende? Es evidente que el restablecimiento del orden público es urgente, pero el énfasis puesto allí revela que hay un error profundo en el diagnóstico.

Si la tesis es plausible, entonces no hay tarea más apremiante que determinar dónde falla el diagnóstico, aunque fuera para salvar los muebles. ¿Por qué motivos el oficialismo —salvo honrosas excepciones— tiene tantas dificultades para percibir lo que está ocurriendo? ¿Dónde está la naturaleza de un este inédito desfondamiento político e intelectual, que la tiene virtualmente paralizada? Para decirlo en términos simples, me parece que el origen de la miopía reside en el apego patológico a ciertos esquemas noventeros. En aquellos años, la derecha asumió —binominal y enclaves autoritarios mediante— que podía renunciar a pensar y argumentar políticamente, como si tuviera el futuro asegurado. La situación era cómoda, pero el país cambió: ya no hay enclaves, ni binominal, ni Concertación. Sin embargo, la ortodoxia económica siguió intacta. “Lo único importante es Hacienda”, le escuché decir a un diputado UDI por allá por 1997, y todo parece seguir igual.

La consecuencia fue que la defensa del “modelo” adquirió ribetes dogmáticos, que impedían ver las graves y crecientes tensiones producidas por el mercado. Hubo, a este respecto, muchas advertencias que no fueron escuchadas, ni menos integradas en el discurso. Cualquier crítica interna era leída como una peligrosa concesión a la izquierda, y lo sigue siendo. Sin embargo, es imposible construir un proyecto político sobre la ignorancia deliberada de la realidad. Gonzalo Vial —que no era precisamente un bolchevique— no se cansó de advertir que las carencias sociales producidas por la modernización eran de tal calado que podrían producir un estallido. El libre mercado produjo su propia precariedad, su propia pobreza y su propia marginalidad, que el progreso no supera por sí solo. Había que afinar la mirada, cambiar el lente, y hacerse cargo de todo aquello, pero el sector vivió bajo la ilusión de que los años noventa podían ser eternos. Dicho en simple, la derecha se esforzó en darle razón al feroz sarcasmo de “Lo estamos pasando muy bien”, aquella memorable canción de Los Prisioneros. La fiesta del consumo nunca fue pura felicidad y, de hecho, esconde un rostro feroz (retratado magistralmente por Rodrigo Fluxá en su libro “Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos”). De allí la frustración acumulada, que también ayuda a explicar la violencia que no deja de intrigarnos. ¿Qué horizonte vital le hemos ofrecido a buena parte de nuestra juventud, más allá de la publicidad y la televisión? ¿Acaso no sabemos hace tiempo que el narcotráfico, la disolución de los vínculos familiares y el sobreendeudamiento tienen presionada a buena parte de la población? Obnubilada por un economicismo apolítico, la derecha eligió —sí, eligió— no ver.

Todo esto puede parecer muy abstracto, pero está directamente conectado con la situación actual. Si el Ejecutivo no reacciona, no es solo por la ambigüedad de cierta izquierda respecto de la violencia, ni por las conspiraciones internacionales. El Ejecutivo no reacciona porque todavía duda de la realidad de estos problemas. No logra percibirlos en toda su dimensión, y hasta hace poco pensaba que Chile podía ser gobernado desde la nostalgia noventera y la consigna de la “segunda transición”. Mientras el oficialismo no se libere de estas pesadas anteojeras, no podrá salir del entuerto. Y seguirá llegando, una vez más y como siempre, tarde. Las estirpes condenadas a treinta años de ceguera no siempre tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.