Artículo publicado el 13.11.19 en Ciper.

El debate constitucional nuevamente irrumpe en la agenda pública. ¿Por qué? Es indispensable meditar esta pregunta e intentar comprender los motivos por los que, una vez más y en medio de la crisis que vive Chile, tal discusión vuelve a emerger. No se trata de un esfuerzo puramente intelectual, sino de una arista clave a la hora de pensar cómo enfrentar esta disputa de manera fructífera. Veamos[1].

  1. ¿La Constitución de Pinochet?

Un lugar común a la hora de criticar la Constitución vigente es su nexo con la dictadura. Pero los defensores del statu quo constitucional suelen replicar reivindicando la serie de reformas que (efectivamente) ha sufrido la Carta Fundamental, como si ello bastara para zanjar el debate. Ambas perspectivas, sin embargo, son insuficientes.

         Por un lado, un análisis mínimamente honesto conduce a rechazar la identificación entre la Carta que nos rige y el régimen de Pinochet. Ante todo, conviene recordar que en Chile nunca rigió el texto del articulado constitucional permanente legado por la junta militar (otorgado en condiciones indignas bajo los parámetros de cualquier estado de derecho, por cierto). En efecto, Pinochet gobernó entre 1981 y 1988 fundado en las disposiciones transitorias de la Constitución, y luego del triunfo del “No” se aprobó un significativo paquete de reformas constitucionales, que alteró el contenido central del texto. Así, en 1990, al entrar en vigor el articulado permanente de la Carta Fundamental, éste ya era diferente al original. Además, fue un cambio políticamente muy significativo en ese entonces, en la medida en que fue ratificado masivamente por la ciudadanía, mediante el plebiscito de 1989. De ahí que ya a comienzos de los años 90 intelectuales como Renato Cristi (el crítico más célebre de Jaime Guzmán) o Alejandro Silva Bascuñán (de sensibilidad falangista y cuyas diferencias con la dictadura fueron de público conocimiento) coincidieran en señalar que la Constitución, muy tempranamente, ya era legitimada por el ejercicio democrático del país. El itinerario posterior de esta evolución constitucional marcada por sucesivas reformas es conocido, y halla su hito más emblemático con las modificaciones del año 2005, que terminaron con los llamados enclaves autoritarios. Decir que estamos en presencia de la Constitución de Pinochet es una caricatura sin mayor correlato con la realidad. Se trata, más bien, de la Constitución de la transición.

         Por otro lado, sin embargo, es precisamente ese itinerario el que ayuda a entender la naturaleza política de nuestro problema constitucional. En principio podría considerarse paradójico que el debate sobre esta materia, más allá de sus intermitencias, haya crecido desde 2005, justo el año en que el expresidente Lagos estampó su firma en la Carta Fundamental. Ahora bien, si nos tomamos en serio la primacía de los fenómenos políticos –esa vieja enseñanza aristotélica reivindicada por Raymond Aron–, el panorama se vuelve más comprensible. Después de todo, es por esos años que comienza a vislumbrarse la agonía de la transición[2]: en 2006 estalló la “revolución pingüina”, en 2009 la derecha alcanzó La Moneda, en 2011 explotó el movimiento estudiantil, y así, suma y sigue. Las dinámicas propias de la pax transicional se esfumaron, de la mano de todo lo anterior y de una serie de casos de abuso y corrupción pública y privada, que hoy tienen el prestigio y la credibilidad de todas las instituciones (salvo Bomberos) por el suelo. Sería cuando menos ingenuo asumir que el escenario descrito no afectaría el ámbito constitucional. A fin de cuentas, la Constitución simboliza y condensa las líneas matrices del régimen posdictadura, el mismo que ha sido severamente cuestionado. Es la paradoja de nuestra situación: el problema, en principio, es la transición.

  • ¿Una refundación de signo contrario?[3]

Debemos recordar, sin embargo, que la transición no llegó de la nada. Fue la respuesta de una generación herida por lo que Mario Góngora denominara las “planificaciones globales” de Frei Montalva, Allende y Pinochet. Ante el sucesivo intento de refundar el país, la sabiduría de Patricio Aylwin y los suyos fue ofrecer un conjunto de arreglos institucionales políticamente operativos, acordes al momento que vivía Chile. Y cualesquiera fueran sus defectos, esa generación logró cuajar una articulación inédita en nuestra historia: democracia en términos políticos (como la que había antes de 1973) y economía social de mercado (instaurada luego del golpe de Estado). Es importante advertir esto, porque la modernización posdictadura requiere ser interrogada, criticada, ajustada y mejorada, pero con plena conciencia de los límites y características de la acción política en el marco de un régimen democrático. Apuntar a refundaciones de signo inverso dificulta el espíritu de diálogo y amistad cívica que supone la superación de la crisis actual, impide valorar las mejoras concretas en la vida de las personas y, llevado al extremo, resulta imposible. Una refundación, rigurosamente hablando, sólo es viable en contextos revolucionarios o contrarrevolucionarios, aquellos donde la violencia se ha desatado y no hay institucionalidad alguna que permita canalizar las demandas ciudadanas.

         Aún estamos lejos de llegar a ese punto. De hecho, hay mucho para cuidar y preservar del país en el que vivimos, y además tenemos una base reciente de la cual tomar lecciones y a partir de la cual encauzar el cambio constitucional: el proceso constituyente que dejó inconcluso el gobierno anterior (en parte por la actitud inmovilista de casi toda la derecha, en parte por los afanes refundacionales y maximalistas de cierta izquierda). Desde ahí y con un amplio acuerdo político como base, ha de impulsarse la nueva Carta Fundamental. Desde luego, esto requiere flexibilidad en todos los actores comprometidos con las instituciones democráticas; pero no hay atajo posible sin poner en riesgo la democracia misma. La vía es modificar en regla el capítulo XV de la Constitución, estableciendo ahí el mecanismo que surja del diálogo entre las fuerzas políticas. Naturalmente, esa vía debe estar a la altura de la hora presente y, por tanto, debiera considerar participación ciudadana incidente, deliberación política y legislativa, y ratificación plebiscitaria. Una alternativa óptima pareciera ser una convención constituyente mixta de parlamentarios y ciudadanos electos especialmente para tal propósito. Se trata de un avance e innovación sustancial respecto a las vías tradicionales, a la vez que salvaguarda la necesaria mediación política: ella no tiene reemplazo al momento de procesar múltiples demandas, a ratos irreconciliables entre sí.

Una opción como la descrita seguramente no dejará satisfechos ni a la UDI ni al PC, pero ello quizá sea una buena noticia. Después de todo, no estamos en un régimen autoritario, sino en una democracia, y los cambios constitucionales suponen acuerdos compartidos, y no rehacen ni refundan los países. En ese sentido, la nueva Constitución será tan nueva como lo fueron la de 1925 y la de 1833: ni más ni menos, como lo sugiere e invita la tradición constitucional chilena.


[1] He desarrollado previamente y con mayor detención varias de estas ideas en mi libro La ilusión constitucional (IES, 2016).

[2] Tomo esta expresión de Daniel Mansuy: Nos fuimos quedando en silencio (IES, 2016).