Columna publicada el 14.10.19 en The Clinic.

La historia ya es bien conocida: Polette Vega, una estudiante de derecha, se ausentó de su carrera de Trabajo Social por meses tras un episodio de agresión por sus posiciones políticas. Su retorno a clases en octubre terminó con una nueva versión del mismo tipo de hechos: insultos, agresión e intentos por sacarla del lugar. La reacción predominante ha sido, desde luego, la de condena, con políticos, comentadores y antiguos dirigentes estudiantiles alzando la voz. Pareciera, entonces, que uno puede quedarse tranquilo: todo el mundo reconoce que aquí se cruzó un límite que una sociedad con un mínimo de decencia compartida no puede cruzar.

Pero la simple condena a la intolerancia puede también impedir nuestra reflexión de más largo aliento. Es cierto que en parte la situación puede explicarse por burbujas ideológicas que pueden ser patrimonio de algunos campus o escuelas; es cierto también que debemos cuidarnos (mucho) de no imaginar a todo el estudiantado contemporáneo como poseído de una violencia irracional. Pero el fenómeno es suficientemente significativo como para que tenga sentido ir más allá del lamento por una debilitada libertad de expresión.

“Igual es fuerte estar en clases con alguien así”, escribía en “Confesiones JGM” una de las compañeras arrepentidas por no haber defendido a Polette. La declaración nos puede parecer descaminada, pero nos muestra algo de la psicología de este mundo. Campbell y Manning la han descrito en su libro El surgimiento de la cultura victimista, donde analizan de modo detenido todo el lenguaje de espacios seguros y microagresiones que se ha incubado en las universidades norteamericanas y que desde ahí se ha extendido a otros lugares (hacia fuera de la universidad y hacia otros países). Puede verse el fenómeno que describen como una psicología, pero también como una mentalidad o como una cultura moral: el tener nuestra condición de víctimas como el lente principal para mirar la realidad. Ahí el “estar en clases con alguien así” ya se percibe como una agresión. Y una vez que se adopta tal mirada, no es extraño que la acompañe una ambigua relación con la violencia.

El pánico moral propio de esta mentalidad indudablemente debilita también el debido proceso. Instrumentos que fueron creados para proteger a los débiles son así vistos como herramientas de opresión. Que en nuestro medio se haya visto estudiantes abiertamente dudando de la importancia del debido proceso no tiene nada de sorprendente, como tampoco debiera haber sorpresa por estatutos que presentan a las federaciones estudiantiles como antiespecistas o antiimperialistas: en este ambiente todo –también los instrumentos para la vida en común– se vuelve herramienta de lucha, aunque el resultado sean unas singulares federaciones confesionales. El victimismo modifica también el lugar que se asigna a la tolerancia. Si una cultura de la dignidad tiende a enfatizar la necesidad de soportar ofensas, de tomar aparentes agravios con una cuota de humor, una cultura victimista deja tal idea de lado. No es que haya aquí hipocresía –como suponen los que denuncian “la intolerancia de los tolerantes”–, sino que la tolerancia derechamente deja de ser valorada como un bien significativo.

Todo esto entronca, por último, con un problema destacado por el sociólogo Daniel Chernilo la semana pasada: incidentes como éstos también obligan a hacernos preguntas serias sobre el tipo de tradiciones intelectuales que están dominando en Humanidades y Ciencias Sociales. Si dominan corrientes irracionalistas, en que la discusión razonada sobre nuestras adhesiones últimas se considera imposible, no hay que extrañarse de que no tengamos más recurso que la fuerza cuando parecen estar en juego las cosas más importantes de la vida. Se podrá discutir sobre si Chernilo acierta en lo que a las causas de ese irracionalismo se refiere. Pero es sintomático que cuando levantó la pregunta, muchos respondieran preocupados y solo defendiendo a las tradiciones intelectuales aludidas. Ciertamente hay mucho paño que cortar respeto de las causas del irracionalismo, y la discusión difícilmente será apta para twitter o para columnas. Pero la primera condición para abordar tales causas con la detención debida es reconocer la pertinencia de la pregunta.