Columna publicada el 05.10.19 en La Tercera.

La Iglesia, desde sus inicios, ha debido tratar de equilibrar el elemento carismático que constantemente brota en su interior con la revelación que custodia bajo su forma institucional, de modo de preservar la verdad que se expresa por esa vía. José Aldunate Lyon S.J., que murió a los 102 años la semana pasada, es, junto a su hermano Carlos, Mariano Puga y otros sacerdotes de esa generación, uno de esos liderazgos carismáticos. Alguien que encarnó, en distintos momentos y contextos, un signo de contradicción. Hijo de un banquero del Partido Conservador que mantuvo fuertes discusiones públicas con Alberto Hurtado, José tomó el bando del ahora santo. De este modo, a la pérdida de herederos masculinos, su padre debió sumar el dolor del distanciamiento político.

La maduración de José como sacerdote, por otro lado, no fue menos problemática. Es notable que el memorial publicado por la Compañía así lo deje entrever. Sin duda debe haber sido difícil domar a un personaje especulativo e introvertido, formado, primero, en el orgullo aristocrático y, luego, en el durísimo rigor de un internado inglés de entreguerras. La academia, la dirección de la Revista Mensaje y la labor educativa fueron los espacios que logró ocupar, con distintos niveles de moderado éxito, siempre un poco lejos de la realidad. Su laxa dirección de la Compañía, que termina junto con la toma de la Catedral de Santiago, marca el fin de esa etapa.

Todo este deambular adquiere otro sentido a comienzos de los 70. En una época en que muchos “fueron al pueblo, pero no se encontraron con él”, Aldunate, ejerciendo como cura-obrero y viviendo en la población, encuentra su lugar en el mundo. Y así comienza a vivir como Pepe Aldunate. El cura dirigente del “movimiento contra la tortura Sebastián Acevedo”, director de la revista Policarpo, y compañero de los pobres. El cura detenido mil veces, incluso durante la visita del Papa. El cura al que le entregaron las llaves del portón cerrado para siempre del memorial de Villa Grimaldi.

La última vez que vi al tío José fue en el funeral de mi abuela, su hermana menor. Es la única vez que lo vi triste. Pero, la verdad, yo nunca entendí su felicidad. Muchos años antes lo visité en una pequeña pieza en una casa jesuita en Ñuñoa. Conversamos y me entregó unas fotocopias viejas de Policarpo y su ejemplar del Informe Rettig. En mi opinión, que en esa época era materialista y atea, ese sacerdote anciano y sus amigos eran sobrevivientes de la derrota. Fumadores del opio religioso, como decía Marx, que alivia el dolor, dándole alma artificial a un mundo que no la tiene. Ahora miro para atrás, y veo que el tío Pepe había conquistado una ciudadanía distinta a la mía. Que no esperaba la salvación de la acción política, y eso le permitía asumirla con honestidad y valor, sin deseo de dominio ni figuración. Que lograba ver, tras el respeto a los derechos humanos básicos, los diez mandamientos. Que había encontrado un espacio concreto en el mundo, anclado en amistades reales, donde podía amar y servir. Y, finalmente, que el verdadero opiómano, entregado a paraísos artificiales y comprometido con abstracciones alucinadas, era (y, en buena medida, sigo siendo) yo.