Columna publicada el 01.10.19 en El Líbero.

Este fin de semana vi en internet la foto de una camioneta negra –presumo que en Estados Unidos– con un cartel atrás que decía “fuck you Greta”. Imágenes de este tipo hay miles; y no todas necesitan ser tan crudas como las palabras del periodista brasileño despedido este fin de semana de su señal (por atribuir la “histeria” de Greta a la falta de sexo) para ser, sin embargo, malintencionadas y violentas (¿se acordarán que tiene solo 16 años?). En el insulto no hay ni un asomo del giro reflexivo que, con más o menos éxito, buscan algunos de quienes miran con ánimo crítico el fenómeno.

Fenómenos como el de Greta despiertan reacciones intensas y polarizantes, porque exigen de manera bien cabal que nos hagamos responsables de nuestras acciones. La activista sueca formula un cuestionamiento a lo mucho que contaminamos, la electricidad que gastamos, el plástico que consumimos. El daño, a estas alturas, puede limitarse (y eso importa), pero en gran medida es irreparable. Y por eso Greta puede quejarse de cómo los líderes que la miran en Nueva York “arruinaron su niñez”, le quitaron su esperanza y sus sueños. Y por eso su respuesta es, sobre todo, la indignación (how dare you!). La respuesta ante una irresponsabilidad nuestra no puede ser más que una indignación incrédula, porque no hay comparación entre el enorme daño que causamos y la poca conciencia que tenemos de ello.

Quizá la indignación es válida desde el punto de vista biográfico, pero como hipótesis general para explicar el problema desata consecuencias nocivas de las que tenemos poca conciencia. La indignación de Greta solamente acusa una falta, que no admite mayor contextualización o explicación: la falta y nada más. Y es una falta a nivel de intenciones: quizá hemos fallado por omisión, pero eso no nos quita lo negligentes, y la culpa recae sobre moros y cristianos por igual.

Y aunque Greta se dirija a los grandes empresarios y a los líderes políticos en Nueva York, su juicio pareciera incluir a toda una generación que se siente acusada y despreciada. Esa actitud no es mirada con simpatía por aquellos a quienes la globalización y el progreso, de a poco, han dejado atrás. Muchos de ellos, de hecho, están siendo perjudicados por el problema ecológico que Greta denuncia. Pero se sienten atacados por un mensaje que los hace responsables del fracaso de un sistema frente al que, con más fracasos que triunfos, han intentado comportarse como buenos ciudadanos. Es el drama de los papás de Malcolm, de Walter White, de Clint Eastwood en La mula, ahora enfrentados a un discurso paternalista que los mira con demasiado desprecio, hacia abajo, como pura carencia. Cuando apenas llegas a fin de mes, cuando tu trabajo pende de un hilo, cuando ves que no tienes nada que dejarle a tus hijos salvo deudas, es incomprensible que te acusen de perjudicar a los niños que vendrán más adelante (a pesar de que efectivamente hayas contribuido al problema ambiental). Les enseñaron que cada uno debe rascarse con sus propias uñas, pero ahora les exigen una responsabilidad colectiva. Y eso tiende, más bien, a generar frustración.

Nada de eso quita lo tosco y agresivo de la respuesta, lo inaceptable del mensaje de “fuck you Greta”. Pero sí revela lo fácil que es convertir en los culpables del desastre, cual chivo expiatorio, a quienes también son sus víctimas.