Columna publicada el 20.10.19 en El Mercurio.

Desobediencia civil. Tal es el concepto al que ha recurrido parte de la izquierda para justificar las evasiones masivas en el metro de Santiago. La gente se estaría negando a acatar las reglas de un sistema inequitativo, y las protestas serían la expresión directa —sin intermediación— de un auténtico anhelo de justicia. Como Mandela, Luther King o Gandhi, los chilenos estarían manifestando su descontento de modo legítimo.

La tesis es tentadora, pues se hace cargo de una demanda que —considerada en sí misma— tiene mucho de razonable. Sin embargo, también enfrenta dificultades dignas de atención. Por de pronto, los actos de desobediencia civil son más pasivos que activos, y, además, su costo no debe recaer injustamente en terceros. Así, puede ser lícito resistirse a obedecer una ley injusta y negarse a realizar tal o cual acto (por ejemplo, tomar un arma). Con todo, evadir el pago de un servicio público no parece entrar en esa categoría, sobre todo si se generan gravísimos trastornos en la vida cotidiana de la población (el viernes por la tarde, la ciudad simplemente colapsó). De hecho, el rasgo principal de la desobediencia civil es su carácter pacífico: admiramos a Luther King, a Gandhi y a Mandela porque lograron cambios profundos renunciando explícitamente a la violencia. Su rebelión fue silenciosa y razonada, pues sabían que su éxito se jugaba en la correcta elección de los medios. En nuestro caso, y como era previsible, la protesta fue girando rápidamente a la violencia y al vandalismo. Dado que no hay reflexión alguna en torno a los medios —en verdad, no hay reflexión alguna respecto de nada—, los más radicales terminan apoderándose del movimiento. De algún modo, la violencia es el resultado inevitable de una protesta que nunca se concibió a sí misma como pacífica. Debe añadirse que el valor de la desobediencia civil reside en la disposición a asumir las consecuencias de los propios actos. En otras palabras, esta solo cobra sentido si quien la ejerce da la cara y responde por ella. Sobra decir que esta actitud ha brillado por su ausencia entre nuestros manifestantes: la responsabilidad personal ha desaparecido bajo el anonimato de la masa.


Ahora bien, y dado que todos estos hechos son evidentes al ojo humano, cabe preguntarse por qué la izquierda se ha apresurado tanto en justificar las protestas. El asunto se vuelve especialmente problemático si consideramos las posibles consecuencias de todo esto. Guste o no, el metro —orgullo nacional— se ha visto gravemente amenazado en su seguridad y eficacia para movilizar a los santiaguinos. De este modo, el principal activo de una empresa estatal de transporte público corre serio riesgo de esfumarse, y todo esto con el aval explícito del progresismo criollo.
Recordemos que, en sus inicios, la decadencia del Instituto Nacional tuvo los mismos síntomas —jóvenes idealistas que debían ser escuchados y comprendidos— y terminó en una espiral incontrolable de violencia que tiene por las cuerdas a una de las instituciones más relevantes de nuestra historia. Nadie ha querido hacerse responsable.


¿Por qué, entonces, la izquierda se empeña en tropezar otra vez con la misma piedra? ¿Tendrá algo que decir si, de aquí a unos meses, el metro deja de ser confiable? En rigor, este sector nunca ha dejado de mirar con nostalgia romántica este tipo de manifestaciones, más aún cuando está en la oposición. Aunque quizás no sea plenamente consciente, la izquierda tiene cierta esperanza semirreligiosa de que, algún día, el pueblo se levantará contra todas las injusticias que asolan al mundo. Por lo mismo, cada vez que cree percibir un síntoma del advenimiento de los nuevos tiempos, pierde toda racionalidad y distancia crítica. Todo le parece anunciar la toma de la Bastilla y el fin del Antiguo Régimen. Embriagada con la lectura de Carl Schmitt —el jurista de Hitler—, la izquierda está a la espera de un acontecimiento que rompa radicalmente con el mundo establecido y que salga del orden de las causas naturales. Está, literalmente, esperando que el cielo se abra sobre nuestras cabezas. Esta esperanza esconde un profundo desprecio por la realidad, y la ilusión de que podríamos escapar de ella, descuajando de raíz todas las fuentes de opresión. Dicho en simple, la izquierda sueña y espera que en Chile se esté incubando un momento prerrevolucionario. Y le da horror la idea de quedarse abajo del tren de la historia.


Desde luego, esta lógica olvida que toda revolución también se come a sus propios hijos. De ser cierto que nos encontramos frente a un fenómeno de esa naturaleza —cuestión que me permito poner en duda—, toda la clase dirigente será enteramente superada, incluyendo a quienes aspiran a liderar el proceso. Por otro lado, el progresismo no visualiza que, más temprano que tarde, tendrá que volver a la dura, triste y prosaica realidad. Si la izquierda aún conserva alguna vocación de poder, no puede olvidar que tendrá que hacer respetar el orden público, por más que le duela. Incluso el Frente Amplio tendrá que nombrar a un subsecretario del Interior y dar órdenes a la policía.


Nada de lo dicho implica negar que el país enfrenta problemas tan graves como urgentes. Es más, el Transantiago es un ejemplo de manual de una mala política pública, cuyos costos se siguen pagando (cuesta entender, por ejemplo, por qué Santiago no cuenta con un abono mensual que permita darle mayor estabilidad al presupuesto familiar). Al mismo tiempo, el Ejecutivo carece de herramientas para dar cuenta, aunque fuera narrativamente, de estos fenómenos: su lenguaje es puramente tecnocrático y su racionalidad, meramente instrumental. El argumento en extremo individualista de la ministra Hutt —¿por qué se quejan los estudiantes, dijo, si el pasaje escolar no ha subido?— muestra bien que las mejores cabezas del oficialismo carecen de brújula para orientarse y darle conducción a la molestia ciudadana.


Sin embargo, el nihilismo irracional que tiende a expresarse en estas protestas no representa ninguna salida a nuestro laberinto. El nihilismo implica, más bien, la renuncia a pensar en algo así como una salida, y contentarse con la violencia ciega. De allí que la adhesión de la izquierda resulte tan extraña, pues su principal responsabilidad es precisamente intentar darle un cauce y un contenido al malestar, en lugar de aprobar borregamente la degradación deliberada de un servicio público. El progresismo abdica de las responsabilidades propias del adulto —cuyo deber no consiste en adular sistemáticamente a los más jóvenes—, y prefiere contemplar cómo el mundo, nuestro mundo, se derrumba frente a ella. Es triste constatarlo, pero la izquierda ha dejado de creer en el logos.
Jaime Semprún solía decir que, más que preguntarnos qué mundo les dejaremos a nuestros hijos, deberíamos preguntarnos qué hijos le estamos dejando a nuestro mundo. Mientras los adultos no estemos dispuestos a tomarnos muy en serio esta advertencia, me temo que el nihilismo ciego seguirá ganando terreno.