Columna publicada el 19.10.19 en La Tercera.

Las personas orientamos nuestra existencia a partir de estructuras de sentido que nos preceden, con las cuales interactuamos. Nuestra identidad se configura a partir de lenguajes y símbolos que no inventamos, pero que combinamos y reinterpretamos. El orden social y político se sostiene, en buena medida, sobre estos entramados simbólicos. Y si el ejercicio de imaginación política se detiene, el orden pierde vitalidad y sentido.

Chile se halla hoy en una situación en la cual muchas de las fuentes de orientación simbólica de la política se encuentran desgastadas. Los lenguajes de la dictadura y de la transición se agotaron. Esto se debe a diversos factores, pero entre ellos destaca el hecho de que la idea de “superar la pobreza” pierde peso frente a la nueva estructura social, con su amplia y frágil clase media. También que la Guerra Fría ha quedado tan atrás, que su lenguaje no moviliza.

Este no es solo un problema de “relato” entendido como comunicación publicitaria. No es solo un tema de “convencer a la gente”. Las estructuras institucionales son el correlato de las estructuras de sentido, por lo que una crisis en cualquiera de ellas se traslada rápidamente al otro plano. No es solo que a la clase media ya no le convenza el discurso de la superación de la pobreza, sino que las instituciones que sirvieron al país para superar la pobreza les parecen hoy insuficientes y opresivas. Se ven en tierra de nadie, entre instituciones estatales pensadas para pobres e instituciones privadas pensadas para ricos.

La estrategia de la izquierda frente a este escenario ha sido poco inteligente. Sus intelectuales -empapados de academicismo burgués- se han esforzado en construir un universo simbólico alternativo al de la transición, pero a partir del rechazo y negación radical de ella. Nos han comunicado que vivimos 30 años bajo una gran mentira (una suma de “trampas”). De ahí que sus propuestas institucionales sean puros signos negativos (como “No + AFP” o “El otro modelo” entendido como un “anti-Ladrillo”). Al configurarse como el negativo del orden imperante, como su mera inversión, no logran mucha tracción en la realidad. Es absurdo, como planteó tempranamente Carlos Peña, que se le diga a toda una generación de chilenos que experimentó una enorme prosperidad, que todo fue un engaño. Sin embargo, este discurso campea en las universidades.

La derecha, en tanto, ha logrado hacerse de los restos simbólicos de la Concertación descartados por la Nueva Mayoría. Esto la deja en una buena posición, pues la renovación y desarrollo de esos símbolos parece una estrategia mucho más promisoria que su negación radical. El problema es que la derecha está gobernando (y, por lo tanto, no pensando) y que un fuerte espíritu reaccionario se ha apoderado de ella. Acorralada, le ha dejado la iniciativa reformista a la desorientada izquierda, en vez de desplegar nuevas promesas que hagan sentido en el contexto de la nueva estructura social. En vez de señalarle a las familias de clase media cuáles serán los pasos para seguir prosperando, y cómo se allanará ese camino, se contenta con advertirles los peligros de volver atrás, abandonándolas entre la negación y el miedo.