Carta publicada el 24.10.19 en El Líbero.

Es difícil interpretar con claridad lo que estamos viviendo. No cabe duda de que aún faltan elementos que permitan comprender el momento, y ciertamente el panorama actual requiere del paso del tiempo para entenderlo a cabalidad, tomando la distancia crítica necesaria. Sin embargo, es posible tener ciertas intuiciones. Nadie negará, por ejemplo, que hace un tiempo en Chile se respira un aire de preocupante odiosidad. Cómo operan los medios de comunicación, a ratos insidiosos y provocativos; la violencia con la que se discute en redes sociales, la indiferencia que muchas veces se ve en cierta parte de las elites económicas, o los insólitos sucesos de los últimos meses en el Instituto Nacional colaboran a que se forme una atmósfera que destruye la confianza entre los ciudadanos. Así, se mira al otro como un adversario que no quiere nada bueno para nosotros.

La clase política no queda fuera de esta dinámica. Basta mirar nuestro Congreso Nacional. ¿Qué tan seria es la deliberación política? ¿Cómo la ciudadanía puede reconocer allí una verdadera voluntad de diálogo, si el trabajo legislativo se ha reducido hasta ahora a una pelea entre bandos que poco tienen que decir sobre los problemas que nos preocupan? La pelea entre dos proyectos sobre jornada laboral o la acusación constitucional contra la ministra de educación ilustran cómo una sana deliberación política ha dado paso a un enfrentamiento casi irracional entre los distintos sectores. Es la política del pisoteo que renuncia a preocuparse de la vida de las personas para simplemente aplastar al oponente. Y así, en general la clase política parece funcionar en esos términos: sumidos en riñas partidistas y empecinados en recolectar votos, nuestros políticos han ido creando un clima de división y confrontación. No es sólo la manera en la que se expresan y comunican – con un lenguaje muchas veces violento y despectivo -, sino el modo en que se conduce la política. Expresión de ello es el hostil mundillo de Twitter, al que tantas horas dedican nuestras autoridades.

Y es acá donde los políticos son irresponsables, pues lo que hacen afecta directamente la vida de los ciudadanos. Si la conducción de la política se lleva a cabo en ese clima de odiosidad, si nuestros representantes han decidido enfrentar los grandes desafíos públicos denostando la postura del otro y han renunciado al diálogo abierto y serio, es inevitable que ello se replique en otras esferas. En efecto, el modo en que llegan a las decisiones concretas que adoptan evidentemente incide en el cotidiano vivir de las personas. ¿No promueven con su actuar esa misma actitud odiosa en la ciudadanía? ¿Tendrán algún tipo de responsabilidad en lo que sucede hoy? Si buscan resolver todo mediante una confrontación deliberada que no admite un diálogo ponderado, ¿extraña que ocurra lo mismo en la calle?

Chile ha sido testigo de que la odiosidad no lleva a ninguna parte. Quizás es tiempo de superar esas dinámicas para llegar a soluciones, partiendo por nuestra clase política.