Columna publicada el 29.10.19 en The Clinic.

Momentos de efervescencia social y política como los que vivimos hoy en Chile traen a la memoria símbolos que intentan dar sentido a lo que ocurre. Es un comprensible esfuerzo de interpretación en medio de la incertidumbre en que estamos sumidos. Así, entre las múltiples imágenes de la gigantesca marcha del día viernes recién pasado, destacó una de la estatua de Manuel Baquedano que, en medio de la plaza Italia, era abrazada por manifestantes con banderas chilenas y coronada nada menos que por la mapuche. Todo esto bajo el cielo de un atardecer encendido. Las analogías no se hicieron esperar y la imagen fue asociada con la emblemática obra de Eugène Delacroix, “La libertad guiando al pueblo” que, en 1830, retrató la llamada Revolución de Julio. Como en la Francia de aquellos años, ahora nosotros estaríamos viviendo nuestra propia revolución.

No sólo la profundidad del malestar que ha terminado de destaparse con el estallido de la crisis, sino la masividad de las protestas que buscan denunciarlo, puede conducir a muchos a la conclusión de que es la revolución el término adecuado para describir nuestras actuales circunstancias. Sin embargo, hay que tener cuidado con esta aproximación. Una cosa es ocuparla para dar cuenta de la voz del pueblo que estaría manifestándose estos días, y otra es plantearla como horizonte hacia el cual debemos dirigir los esfuerzos para encausar el descontento. Y es que por más evidente que sea la necesidad de transformaciones estructurales para avanzar hacia una sociedad más justa, no es por el momento claro en absoluto el cómo ello debe alcanzarse. Esa incertidumbre debiera conducir a la mesura y la prudencia, también al diálogo efectivo, pero pareciera en cambio que en muchos observadores de la crisis y actores políticos que se asumen rápidamente como intérpretes de las demandas, tales virtudes se han vuelto irrelevantes. La tentación de que, en este escenario, las condiciones estén al fin dadas para avanzar en las propias utopías es demasiado fuerte.

Y, sin embargo, la historia es tristemente generosa en la evidencia de lo que sigue a las revoluciones, partiendo por la última que tuvimos en nuestro país con la brutal dictadura de Augusto Pinochet. No es sólo el terror que casi siempre las acompaña, sino también el hecho de que, en su diversidad de ideologías, suele siempre estar dispuesta, desde el comienzo, a sacrificar la realidad completa por una idea. Sacrificio que en general se ensaña –y con especial fuerza– sobre los más débiles, los mismos que, en principio, las inspiran. Pero ocurre además que las revoluciones son tanto o más ciegas a sus propios demonios que el orden que se intenta superar; ciegas a la tendencia casi insuperable que todo ordenamiento tiene, como ha dicho James C. Scott, a pasar por encima de todo lo valioso que está en el actuar cotidiano de la gente común. Por lo mismo, es fundamental que, al necesario análisis crítico del sistema vigente, a la identificación de los ámbitos donde se debe intervenir, todos aquellos que tienen el poder de conducirlo lo hagan con plena consciencia de que ellos no están más libres de repetir los mismos errores. De caer en las mismas lógicas perversas que con razón cuestionan, pero que no se reducen apenas a las voluntades de los actores –aunque por cierto ellas influyen–, sino a la convicción ciega de que hemos dado con todas las respuestas.

En tiempos como los nuestros es más urgente que nunca no instrumentalizar la realidad, no apresurarnos demasiado en leer lo que ocurre en función de nuestros propios objetivos. Y esto vale no sólo para la clase política, sino para cada ciudadano que se ha visto como pocas veces interpelado dramáticamente por las circunstancias. En ese sentido, quizás valga la pena recordar, ya no con Delacroix sino con Goya, que el sueño de la razón también produce monstruos y que la revolución no es, por suerte, la única alternativa para ofrecer cambios sustantivos al orden en que vivimos.