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El populismo parece haber llegado para quedarse. Ya no se trata solamente de una inquietud teórica. Ahora el fenómeno se extiende en distintas partes del mundo, alarmando a una clase política que no logra explicar su emergencia. Alan Knight, destacado historiador y profesor de la Universidad de Oxford, lo viene estudiando desde hace varios años. Aunque se ha especializado en la historia de México, Knight ha identificado y descrito con precisión algunas constantes del populismo. Escéptico del uso acrítico del populismo como etiqueta despectiva, en esta entrevista –publicada en la revista IES “Punto y coma” y difundida por The Clinic– defiende su utilidad analítica y su pertinencia para explicar algunas dimensiones de la realidad política actual.

Alan Knight es una figura difícil de clasificar. Formado en los años sesenta en la emblemática escuela marxista británica de Eric Hobsbawm y E. P. Thompson, decidió dedicarse al estudio de América Latina, campo poco considerado en los enfoques historiográficos de vanguardia de la segunda mitad del siglo XX. Llevó así la “historia desde abajo” a una región cuya trayectoria tenía mucho que aportar a la comprensión del papel de los diversos grupos sociales en los procesos históricos. La originalidad de Knight se expresa también en la dificultad para ubicarlo historiográficamente. Cercano a los análisis estadísticos, pero crítico de los economistas; reconoce el valor de la narrativa, pero también la necesidad de esquemas analíticos que ordenen la complejidad de los hechos históricos; escéptico de las grandes teorías, pero consciente del valor de los conceptos para comprender el pasado. 

En cualquier caso, la dificultad para etiquetarlo no implica indefiniciones. Alan Knight es, ante todo, un historiador de vocación, convencido de la importancia de la disciplina histórica; no porque ella nos dé lecciones, sino porque nos ayuda a entender nuestro presente y, quizá más importante, desenmascarar a aquellos que instrumentalizan el pasado a favor de sus propias agendas.

¿Es el “populismo” una categoría adecuada para entender lo que ocurre hoy día en lugares tan distintos como Estados Unidos, Brasil o Hungría? 
–Creo que sí. El término está muy de moda en los medios, pero, aunque se utilice de manera vaga y polémica, el uso cotidiano sugiere que algo está pasando. Creo que la investigación académica (política, histórica, sociológica) confirma que es un concepto útil y necesario. Es decir, tratar de eliminar el término —como han propuesto algunos investigadores— significaría perder una herramienta de análisis político de cierto valor. Pero ojo: hay que definirlo con claridad y utilizarlo cuidadosamente. No es un passe partout analítico, y generalmente hay que acompañarlo con otros conceptos, a veces de mayor importancia. 

¿Cuál sería su definición del fenómeno?
-En términos sencillos, entiendo el populismo como un estilo político, una manera de “hacer política”, que se ve en distintos tiempos y lugares. Por tanto, hay varias manifestaciones del fenómeno, no una sola versión. El estilo populista enfatiza la dicotomía entre “nosotros” (“el pueblo” y sus campeones) y “ellos” (élites, extranjeros, inmigrantes, expertos); involucra una retórica polarizadora y en contra de las instituciones (elitistas) establecidas; muchas veces es obra de líderes demagógicos (y supuestamente “carismáticos”); y suele ocurrir con más fuerza en períodos de crisis política y tensión social. 

Aunque pueda ser un concepto útil, has señalado que el término suele aplicarse como una etiqueta. ¿Qué explica que se use más como adjetivo que como sustantivo? 
-Como mencioné, el populismo es el pan de cada día en el debate político actual, tanto en Europa como en las Américas. Muchas veces es un vocablo peyorativo. Como “fascista”, “imperialista” o “comunista”, “populista” se utiliza muchas veces como un insulto. Pero, de la misma manera que debemos definir y analizar el fascismo o el comunismo, es menester aclarar lo que es el populismo. Es un concepto de cierta utilidad analítica si se utiliza cuidadosamente, en conjunto con otros conceptos esenciales como Estado, régimen, democracia, economía política o clase social. 

En cuanto a adjetivo o sustantivo, creo que no podemos separarlos: el populismo es el estilo político de un líder o de un movimiento que ostenta rasgos populistas. Pero cuando se trata de rasgos populistas, es una cuestión de “cuántos” y “cuáles”. Como muchos atributos políticos (radicalismo, honestidad o popularidad), es mejor concebir un espectro. Ha habido, por ejemplo, políticos que ostentaban poco o nada de populismo (Diego Portales, Lucas Alamán, el Duque de Wellington, Bismarck, Calvin Coolidge, Raúl Alfonsín, etc.) y que contrastan tajantemente con los populistas “de carne y hueso”: Andrew Jackson, William Jennings Bryan, Cárdenas, Perón, Chávez, AMLO. Debemos recordar también que los líderes, los partidos y los regímenes no son estáticos; al contrario, suelen moverse a través del espectro: el populista y popular Perón de los cuarenta se volvió el presidente más autoritario, personalista e impopular de los cincuenta. Fulgencio Batista siguió una trayectoria parecida en Cuba. Quizás podemos generalizar que el populismo —más fuerte en coyunturas de crisis política y tensión social— tiene una expectativa de vida limitada. Si alcanza el poder suele perder su dinamismo, y si sobrevive suele convertirse en una forma de maquinaria clientelista. Ese proceso se ve con el PRI en México o el Partido Justicialista en Argentina. 

La maleabilidad del populismo, ¿implica que carece de signo político?
–Es cierto que, como fenómeno (no como categoría), el populismo es maleable, en el sentido de asumir varias formas (de izquierda o de derecha; clásico o neopopulista) y, en casos particulares como el peronismo, de evolucionar con el tiempo. Es cierto que muchos “ismos” (liberalismo, anarquismo, socialismo, fascismo, marxismo) también varían de acuerdo con el contexto, la coyuntura o la base social. Pero quizás el populismo resulta más maleable y fluido, ya que carece de un canon que pueda orientar y darle consistencia. Volvemos a la idea de que populista describe un estilo, una manera de hacer la política, que puede combinarse con varias ideologías. Ha habido, por ejemplo, marxistas populistas, como Fidel Castro. Cuando tratamos de entender y describir a un movimiento, líder o régimen populista, casi siempre hay que agregar otros requisitos o características: base social, orientación política y modo de actuar, entre otros. 

Populismo, expresión de una crisis

Algunos han presentado el escenario mundial actual como una crisis de la democracia liberal, ¿te parece un diagnóstico acertado? 
–La palabra “crisis” (al igual que “populismo”) se usa mucho, y hay cierto riesgo de devaluarla. Si “crisis” quiere decir una coyuntura en que cambios radicales y abruptos están en juego, creo que sería una exageración percibir una crisis general y estructural de la democracia (otro concepto contestado). Claro que hay países, en América, Europa y otros lugares, donde existen problemas sociopolíticos serios y han surgido poderosos movimientos populares. Me parece probable que factores comunes, y quizás globales, hayan contribuido a este crecimiento del populismo. Pero hasta ahora la democracia no ha colapsado ni hay riesgo —en la gran mayoría de los casos— de un colapso inminente. 

¿No se debe asumir, entonces, que aquellos países donde han avanzado movimientos populistas —como EE.UU.— estén necesariamente en crisis?
–En los EE.UU. las instituciones democráticas han resistido, por el momento, el desafío del Presidente Trump. En Europa los movimientos populistas crecen y declinan y, hasta ahora, no han llevado a cabo ningún colapso democrático, aunque la amenaza de un autoritarismo insidioso “de arriba” se ve, por ejemplo, en Hungría y, quizás, en Polonia. Pero aún en estos casos hay fuerzas e instituciones que resisten tenazmente. En América Latina, donde vemos populismos tanto de la derecha (Bolsonaro) como de la izquierda (AMLO), la democracia, aunque imperfecta, tampoco me parece al borde de colapso. Claro que las cosas pueden cambiar. El caso más obvio es Venezuela, donde un atrincherado populismo de izquierda se enfrenta a una desastrosa crisis económica y una oposición política cada vez más fuerte. Pero este es un solo caso, y no creo que nos presagie el destino colectivo de la democracia en América Latina y Europa. Dicho de otra manera, no estamos viviendo una crisis estructural igual a la europea de los años 30. 

No compartes la idea de una crisis, pero sí reconoces la existencia de problemas. ¿Podría decirse que, más que una amenaza, el populismo es una respuesta a esos problemas?
-Supongo que, como en muchas coyunturas históricas, es una cuestión de retroalimentación. Muchos populismos europeos han surgido como protestas comprensibles contra procesos de globalización, de migración internacional masiva, de desindustrialización y de una creciente desigualdad socioeconómica. El populismo supuestamente ofrece soluciones, a mi juicio muy dudosas, a estos arraigados problemas: como vemos en el caso de Brexit en el Reino Unido o con Trump en EE.UU. Los críticos más lúcidos del populismo reconocen que, aparte de resistir sus cantos de sirena, hay que combatir estos problemas estructurales, lo que no es nada fácil. Sin embargo, gracias al proceso de retroalimentación, el auge populista suele agravar los problemas y las tensiones sociales. La política de Trump, en el mediano plazo, beneficiará más a los ricos norteamericanos que a los pobres, y el Brexit británico —si se lleva a cabo y resulta un Brexit “duro”— perjudicará mucho más a las regiones deprimidas de Gales y el noreste (que votaron por Brexit) que a Londres y sus élites financieras (que votaron en contra). 

En el escenario actual, se tiende a contraponer populismo y democracia liberal. ¿Cuál ha sido la relación entre ambos? 
-Hay una relación histórica entre populismo y democracia liberal o representativa, en el sentido que el populismo —especialmente el populismo hoy en día— tiene que ver con una política de masas, en que el compromiso con el pueblo es clave. Líderes autoritarios tradicionales han utilizado discursos populistas (por ejemplo, el monarquismo patriótico y protestante de Inglaterra, en el siglo XVIII, o el zarismo chovinista y reaccionario del XIX), pero muchos líderes de esta índole, como Metternich o Bismarck, despreciaban al pueblo y querían mantenerlo fuera de la política. Con la expansión del sufragio en el siglo XX, la opción populista —de derecha o de izquierda— se volvió más atractiva y viable. Por tanto, vemos populismos clásicos como el peronismo. De la misma manera que hay populismos tanto de derecha como de izquierda, hay casos históricos de populismos que fomentaron la movilización masiva y, por tanto, tuvieron un impacto en cierto sentido democratizador. Fue el caso del cardenismo mexicano de los años treinta o el peronismo de los cuarenta. Otros, en cambio, como el fascismo italiano o el nacismo, buscaron movilizar para después controlar y reprimir. Es decir, tuvieron poco o nada de impacto democratizador. Aparece otra vez una característica fundamental: el populismo asume caras y funciones muy distintas conforme el contexto histórico. Por eso, hablar en términos generales de populismo como si fuera un fenómeno monolítico es un grave error.

¿Pueden convivir, entonces, el populismo y la democracia? 
–Es posible señalar populismos que tuvieron un impacto democratizador, en el sentido de movilizar a las masas en contra de élites (u oligarquías) conservadoras. En el caso del Reino Unido decimonónico sería posible ver a movimientos populares y progresistas como el cartismo (Chartism) y la Liga Contra la Ley de Cereales (Anti-Corn Law League) como populistas, ya que movilizaron con cierto éxito al pueblo contra el establishment. En muchos otros casos, el populismo aparece como una fuerza neutral con respecto a la democracia, como el populismo estadounidense de la década de 1890, que se desarrolló dentro de un sistema medio democrático establecido, y sus preocupaciones fueron económicas. Pero hay también casos donde representa una amenaza a la democracia, ya que sus líderes invocan el bien del pueblo para socavar instituciones e imponer un régimen autoritario, como vemos en Hungría. 

El peronismo, que nació en los cuarenta como un movimiento popular, populista y movilizador, con miras claramente igualitarias, se volvió hacia los cincuenta más autoritario, personalista y corrupto. Quizás esta es la tendencia más típica —que vemos también en Venezuela, con la trayectoria de Chávez a Maduro— y que justifica la común percepción del populismo como una amenaza antidemocrática. Pero, tomando en cuenta que populismo significa un estilo de “hacer política”, queda claro que, de la misma manera que ha habido políticos autoritarios (Bismarck, Metternich) que no tenían ni una gota de populismo en sus venas, ha habido políticos con rasgos populistas que actuaban dentro de sistemas democráticos sin intentar socavarlos (por ejemplo, Andrew Jackson en los EE. UU. del siglo XIX o Pierre Poujade en la Francia de posguerra). Un caso contemporáneo interesante es el nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador: líder claramente populista, que llegó al poder por las urnas, con un mandato democrático intocable, y cuya retórica, programa y modo de gobernar son, conforme los criterios normales, populistas. Por tanto, sus críticos lo tildan de demagogo irresponsable, mientras sus partidarios lo elogian como tribuno del pueblo que contrarrestará de manera democrática las grandes desigualdades sociales de México. Vamos a ver lo que sucede allí, pero es una interesante prueba de tornasol de la relación entre populismo y democracia. 

¿Es el populismo la única amenaza que enfrenta hoy la democracia? 
–He tratado de matizar la amenaza de populismo: reconozco que existe, pero no creo que todo populismo (o todo movimiento o líder político con rasgos populistas) sea anti-democrático. A veces, una dosis de populismo puede revitalizar la vida política. Por supuesto que hay también casos de populismos autoritarios y represivos. Y, sin duda alguna, hay otros retos —a veces más serios— que enfrenta la democracia. Uno, el más profundo, es el crecimiento del poder privado corporativo que, gracias a la globalización, ahora “domina al mundo como un coloso”, como dijo Shakespeare de Julio Cesar. Se trata de un poder que opera desafiando a los gobiernos nacionales, eludiendo los impuestos nacionales, financiando a los candidatos y partidos políticos preferidos, y contribuyendo a una creciente desigualdad social. Este profundo cambio en el balance entre el Estado y el poder privado corporativo me parece un mayor reto a la democracia que el populismo. Aunque ambos son, en gran medida, una respuesta (irracional, a mi modo de ver) al mismo cambio. 

Mirando América Latina

¿Te parece que la figura de Jair Bolsonaro cabe en la definición de populista? ¿En qué medida se asemeja a figuras tan diferentes como Lázaro Cárdenas o Perón, presentados también como populistas? 
–Los tres son populistas, pero de índole muy distinta. Cárdenas fue el primer mandatario más radical de la Revolución mexicana (tildado de bolchevique); Perón, al menos en su primera administración, fue un presidente progresista que benefició a la clase obrera, y Bolsonaro es un exmilitar de derechas que elogia al régimen burocrático-autoritario de 1964-85 y que rechaza los logros del liberalismo social contemporáneo (derechos de la mujer, de los gays, de las etnias, etc.). Otra vez, el populismo asume caras muy variadas. 

Lo interesante, quizás, es el contraste entre el populismo clásico y el llamado neopopulismo. El populismo clásico (de Cárdenas, Perón y, quizás, Vargas), es un fenómeno típicamente progresista y movilizador que promovió un Estado interventor y políticas de redistribución. Por otro lado, el neopopulismo es más derechista, acepta —y a veces elogia— el libremercado y hasta promueve el adelgazamiento de un Estado supuestamente obeso e ineficiente. Esta fue la fórmula de Carlos Salinas en México a fines de los ochenta y consiguió resultados duraderos en cuanto a las reformas neoliberales, pero como movimiento político (neo)populista dejó pocas huellas. El proyecto de Fujimori en Perú fue algo parecido. Una conclusión tentativa sería que el populismo clásico, que combinó un Estado más fuerte con políticas populistas (de redistribución, etc.), representó un fenómeno histórico clave y duradero (el cardenismo y el peronismo tienen largas historias); por otro lado, el neo-populismo (de Collor de Melo, Salinas, Fujimori y ahora, quizás, Bolsonaro) es un fenómeno político más efímero que no dejará la rica herencia de los populismos clásicos. Pero, otra vez, tendremos que ver cómo se desenvuelve. 

Si la figura de Bolsonaro calza en la definición, ¿podríamos hablar de un nuevo ciclo populista en América Latina? 
–¿Cuántos ejemplos se necesitan para constituir un ciclo? Es cierto que, en tiempos de regímenes militares en los años sesenta y setenta, el populismo iba a la deriva. Los golpes militares en Brasil y Argentina derrocaron gobiernos populistas y vieron al populismo como un reto para reprimir. Con la democratización hubo muchas más oportunidades para movimientos populistas, ya sean derechistas o izquierdistas. La llamada “marea rosada” latinoamericana —el giro izquierdista— de los últimos años (con Correa, Chávez, Morales, Lula, Bachelet y los Kirchner) incluyó tanto populistas como no populistas (por ejemplo, Lula y Bachelet). 

Ahora parece que la marea ha cambiado. La derecha, populista o no populista, gobierna en Argentina, Brasil, Chile y Colombia. México, que suele seguir una trayectoria distinta, es el único caso de un populismo izquierdista que, en contraste con Venezuela, anda viento en popa, al menos por el momento. Es decir, no veo ningún nuevo ciclo compartido a través de América Latina, sino más bien un antiguo ciclo (la “marea rosada”) que ha llegado a su fin y la aparición de una multiplicidad de destinos políticos en el continente. En Europa, también, creo que el patrón es más complicado: el populismo derechista ha avanzado en Alemania y Italia, pero el UKIP inglés está en crisis, el Frente Nacional francés parece estar en decadencia, y en España las fuerzas populistas —quizás también en decadencia— son izquierdistas. 

Has afirmado que no existe una afinidad particular entre el populismo y América Latina, ¿qué explica entonces su recurrencia en la región? 
-Hay rasgos populistas a lo largo y ancho del mundo. En América Latina hay culturas políticas donde el populismo ha tenido poco éxito, quizás debido a la fuerza de las instituciones y de los partidos establecidos, como Chile, Uruguay y, con matices, Colombia. Pero, en cualquier caso, la región ha tenido casi dos siglos de política republicana, electoral y representativa, es decir, más o menos 20 países en 200 años. América Latina, entonces, ha tenido muchas más oportunidades para incubar movimientos y regímenes políticos de gran diversidad, sean populistas o de otra naturaleza. El resto del mundo —incluso varios países europeos— vivió décadas de regímenes dinásticos o coloniales, poco propicios para movimientos populistas. Quizás se puede decir que la larga historia de política competitiva y masiva en América Latina (o, mejor dicho, en las Américas) ha permitido una gran variedad de experimentos políticos, siendo el populismo uno de ellos. Hoy en día, gracias a la llamada tercera ola de democratización en el mundo, hay más oportunidades para el populismo en otras partes: es el caso de la Europa oriental que salió de una larga noche totalitaria hace apenas una generación. 

Has criticado la hipótesis de que el populismo implique ausencia de mediación y deterioro de las instituciones. En ese sentido, ¿qué logros puede reclamar para sí el populismo? ¿En qué fue exitoso en la historia de América Latina?
-A veces se dice que el populismo carece de canales de mediación, ya que existe una relación directa, quizás carismática, entre líder y masas. Que yo sepa, todo movimiento populista ha necesitado canales de mediación, es decir organizaciones partidistas o del movimiento, con sus portavoces y mediadores. Quizás hoy en día, con los nuevos medios sociales, una relación directa (por ejemplo, entre Trump y los aficionados que leen sus mal escritos tweets) es más posible. Pero esto es un fenómeno muy reciente. Los grandes populistas latinoamericanos, como Cárdenas y Perón, tuvieron e incluso armaron una gama de intermediarios e instituciones. 

En el caso mexicano he hablado de la “rutinización del populismo”, análoga a la “rutinización del carisma” de Max Weber: es decir, en la crisis de la Revolución mexicana y su desenlace, la nueva élite estableció un partido hegemónico (PNR/PRM/PRI) y un sistema político de estilo populista. Los fundadores del sistema —los presidentes Obregón, Calles y Cárdenas— practicaron una exitosa política populista, aunada a reformas sociales sustanciales. Pero, con el tiempo, el empuje radical se marchitó: hacia los años cuarenta, el PRI se volvió una máquina clientelística que mantuvo un discurso populista pero que, en realidad, llevó a cabo políticas bastante conservadoras y cautelosas. Así, garantizó la estabilidad política y el llamado “milagro económico” de los cincuenta y sesenta. Fueron logros innegables, pero resultados que apenas correspondieron a las promesas radicales y populistas de la Revolución. Es decir, el PRI fue mucho más institucional que revolucionario. A fin de cuentas, la creciente contradicción entre retórica radical/populista y realidad conservadora/cautelosa produjo una serie de rupturas al interior del mismo PRI. 

Historia, teoría y actualidad

Tu escepticismo frente a la etiqueta populista se enmarca en un escepticismo mayor respecto a la aplicación de la teoría a la comprensión de los fenómenos históricos. ¿Cuál es el riesgo que identificas?
–No estoy en contra del uso de la teoría en la historia; al contrario, creo que es esencial, si por teoría queremos decir no solamente grandes teorías como el marxismo, sino también teorías y conceptos de menor alcance. Una crítica legítima a los historiadores es que “conocen más y más de menos y menos”; es decir, se enfocan en pequeñeces, en episodios y anécdotas, o en casos exóticos y poco típicos. La “nueva historia cultural”, muy de moda en EE.UU., a veces sufre de este pecado: su justificación es que, desde Foucault, las grandes metanarrativas son cosas del pasado. Tengo mis dudas. Además, repito que hay teorías menos ambiciosas que la gran metanarrativa, pero útiles y a veces esenciales para ordenar y entender la gran complejidad de la historia. Sin ella, la historia se vuelve “una maldita cosa después de otra”. 

Claro, la teoría debe ayudar a ordenar los datos empíricos y debe ser utilizada conforme a estos datos: los problemas surgen cuando la teoría determina la selección de esos datos. Como dijo E.P. Thompson hace muchos años, la historia —la buena historia— se hace gracias a un diálogo entre, por un lado, la teoría o los conceptos organizadores, y, por otro, los datos empíricos sacados de los archivos o de fuentes secundarias. Cuando la teoría predomina y determina las conclusiones (no obstante “lo que nos dicen los datos”), estamos en terreno no de la historiografía, si no de la propaganda: la historia oficial, la historia de bronce, como la llaman en México, la historia al servicio del Estado, de la Nación o del Partido. 

En tu estudio sobre el populismo has afirmado la importancia de observarlo sobre realidades concretas. En ese sentido ¿qué tiene que decir y aportar la investigación histórica a la discusión que hoy día tenemos sobre populismo?
–Muchas discusiones actuales sobre el populismo son interesantes y valiosas, pero hay a veces cierta tendencia a olvidar la historia. La nueva ciencia política —altamente técnica, matemática y positivista— suele descartar la historia. Muchos comentarios sobre el populismo son de advenedizos que acaban de reconocer el fenómeno. Por tanto, hay el riesgo de un análisis algo amnésico, que presta poca atención a la historia —afirmando que enfrentamos fenómenos radicalmente nuevos, que no lo son— o que distorsiona la historia en beneficio de argumentos contemporáneos. Para dar nada más un ejemplo: el análisis del llamado populismo económico acusa a líderes populistas de llevar a cabo políticas irresponsables de gasto excesivo, que producen hiperinflación y colapso económico. Hay casos así como el de Alan García o Nicolás Maduro. Pero los populistas clásicos no implementaron políticas de esta índole, mientras que políticos no populistas sí lo han hecho. Es un error asumir que el populismo implica un proyecto económico-financiero típico, irresponsable y desastroso: otra vez, estamos en territorio mediático-propagandístico. La historia no nos da lecciones fáciles, pero ignorar o distorsionar la historia —en este caso, del populismo— no nos ayuda a entender los fenómenos.

¿Cuál es el principal riesgo de esta suerte de análisis amnésico? ¿Es un problema exclusivo de la ciencia política o se trata de un fenómeno mayor? 
–Creo que es un fenómeno mayor, que se ve aún más claramente en la economía. Muchos economistas, mientras utilizan modelos y técnicas matemáticas altamente sofisticadas, carecen de conocimiento histórico, pensando que la teoría económica es igualmente relevante en todo contexto. Para ellos, los actores históricos son “actores racionales” que se comportan de acuerdo con una racionalidad individual que trasciende el contexto histórico. Teóricamente, entonces, “one size fits all” (“un tamaño único cuadra para todo el mundo”). Esta presunción es muy conveniente si uno posee la clave teórica, ya que quiere decir que uno no tiene que entender las particularidades del contexto. No sorprende entonces que los politólogos sigan los pasos de los economistas, ya que mucha ciencia política ha adoptado la misma postura teórica: la del actor racional que persigue su utilidad —concepto muy tramposo, a mi modo de ver— a través del mundo y de la historia. Además, el enfoque matemático otorga excesiva prioridad a lo que (supuestamente) puede ser calibrado, como las elecciones, en vez de otros fenómenos políticos quizás más importantes, pero más reacios a la cuantificación (como la legitimidad, la hegemonía, la clase). 

¿Qué tiene entonces la historia para decir en los debates contingentes? 
–Frecuentemente se dice que la historia nos da lecciones y que nos ayuda a entender el presente e incluso a prever el futuro. Tengo mis dudas, y no creo que esta supuesta utilidad de la historia sea su justificación principal. Cuando los políticos invocan la historia para justificar una política, lo hacen generalmente de manera instrumental, invocando la historia en pro de una política ya decidida. Los historiadores pueden, cuando menos, criticar y desenmascarar este oportunismo. Aunque, como Casandra, es poco probable que les presten atención. 

En términos más positivos, la historia quizás nos ayuda a entender el presente (nadie —ni historiadores, ni politólogos, ni economistas— puede prever el futuro consistentemente y con éxito). Es obvio que, para entender la actualidad política en México sirve conocer algo de la historia, especialmente contemporánea, de estos países. Pero la historia más antigua —de la colonia, del imperio Azteca, de Teotihuacán— es también importante, no porque ofrezca “lecciones” sobre la actualidad, sino porque forma parte de la evolución de una cultura. Por otro lado, la historia puede ayudar también a percibir ciclos o tendencias históricas que se repiten. 

Pensar en paralelos y comparaciones a través del tiempo puede ser interesante y estimulante, pero hay que cuidarse mucho de este enfoque, ya que cada coyuntura histórica es compleja y diferente: la función práctica de la historia, si la tiene, es mostrar escepticismo frente a los que quieren utilizar la historia, y sus supuestos ciclos, a favor de políticas actuales.