Columna publicada el 22.09.29 en El Mercurio.

El populismo está de moda. Su explosión en distintas partes del mundo ha tenido como correlato su uso predominante en cualquier análisis o discusión contingente. Y Chile no es la excepción. Basta mirar los titulares de las últimas semanas para confirmar su relevancia, apareciendo como el protagonista de nuevos libros, cartas, columnas, y también, para mantener las tradiciones, de los adjetivos que utiliza la clase política de lado y lado para descalificar las propuestas del adversario. Pero si bien es estimulante constatar el interés por la materia, no es para nada claro que estemos captando adecuadamente el fenómeno, algo que podemos advertir en algunos transversales y recurrentes prejuicios en la aproximación dominante.

Una de las definiciones más difundidas del populismo es aquella que lo presenta como una patología. Con independencia de sus versiones, el populismo sería siempre una enfermedad, y su relación con el orden político vigente, necesariamente, la de una amenaza que debe erradicarse. Se trata de una definición insuficiente, pues determina a priori el carácter del fenómeno, sin siquiera intentar comprender sus particularidades. Esto no implica en ningún caso desconocer los aspectos cuestionables del populismo; la dificultad aparece cuando su patologización excusa de la reflexión y autocrítica a quienes lo miran con alarma.

¿Qué papel jugó la clase política en el establecimiento de las condiciones que permitieron su ascenso? ¿No es una forma camuflada de lavarse las manos el agrupar en una única instancia, por lo demás externa, todas las responsabilidades que nos han conducido a la situación actual? ¿No es esa estrategia justamente parte de la explicación del descontento y desconfianza de una ciudadanía que siente a las élites cada vez más lejos de su realidad?

Esta coincidencia en la patologización del populismo redunda a su vez en una casi obsesiva caracterización de los líderes populistas y sus proyectos. Si el fenómeno es una enfermedad que debe atacarse, parece natural conducir el esfuerzo comprensivo y sobre todo el combate a quienes lo encabezan. Así, nadie mira a los seguidores que han decidido votar a tales líderes, y sus comportamientos solo interesan como evidencia para constatar el descontento y la desafección, mera expresión de actitudes pasivas y reactivas.

En ese sentido, sorprende cómo la clase política y parte importante de los analistas de nuestro debate público coinciden también en un fuerte elitismo a la hora de observar los fenómenos sociales. Y aunque algunos estén dispuestos a llegar más lejos en su comprensión reconociendo ciertas faltas, el protagonismo siempre recae sobre ellos mismos: dejamos de comunicar nuevas ideas, nos hemos distraído en vanas discusiones, abandonamos la defensa de la legitimidad de nuestras buenas políticas. De este modo, los cambios de escenario solo se explican por la acción o desidia de quienes están en el poder, prejuicio que va encerrando la reflexión en una especie de autorreferencia que se vuelve cada vez más problemática, como si se tratara apenas del enfrentamiento entre los Trump y Trudeau de este mundo.

¿No será, quizás, que han ocurrido también cambios a nivel sociológico, que las personas hoy estén descubriendo a la luz de su experiencia cotidiana (porque no solo se toma conciencia en los libros) los problemas y tensiones de los proyectos de desarrollo implementados, los cuales parecen imperceptibles para quienes los encabezan? ¿No necesitaremos, tal vez, de un gesto de humildad, antes que del voluntarismo combativo, que se traduzca en una observación atenta (aunque menos rentable) de la sociedad que se busca conducir?

Por cierto, es difícil hacerse cargo de estas cuestiones, pues se trata de una tarea de largo aliento, y bien sabemos que los ritmos lentos son poco atractivos en los tiempos que corren. Pero al mismo tiempo, en estas preguntas podría aparecer también un nuevo horizonte de consenso para una clase política que hoy parece encontrarse únicamente en el escándalo frente a un fenómeno en el que no han sido capaces de reconocer a nadie más que a aquellos que amenazan con reemplazarlos.