Columna publicada el 21.09.19 en La Tercera.

La política, entendida como la búsqueda y el ejercicio del poder, no tiene dignidad propia. De hecho, es fácil concluir que no puede tener dignidad alguna. ¿Qué se puede esperar de un terreno donde los más sabios y bienintencionados suelen naufragar, mientras los oportunistas ególatras se elevan? Poco, se pensará, quizás nada. Sin embargo, dos prevenciones deben ser hechas. La primera es que las dinámicas del poder son también dinámicas sociales. En otras palabras, que lo que el espejo del orden nos devuelve es, en buena medida, nuestro reflejo. La segunda es que, en su normalidad y en su excepcionalidad, la política es indispensable para sostener ciertos bienes comunes. La operación regular del aparato administrativo del Estado y las políticas fiscales responsables son logros políticos. La abolición de la esclavitud, la consolidación de un orden constitucional y la independencia nacional también lo son. Basta mirar la realidad de países donde la política ha fracasado para notar su importancia.

Negar toda potencial dignidad a la política equivale, entonces, a negarnos ese potencial a nosotros mismos. Resulta claro que ella puede prestar grandes servicios y, por ese medio, convertir el poder en autoridad. Otra cosa es que no nos guste, o que nos asuste, nuestro propio reflejo democrático. Y es que la pasión descarada por la dominación, la libido dominandi, habita en cada uno de nosotros, alimentándose de nuestras frustraciones y angustias cotidianas. Por eso, muchas veces aclamamos personajes cuyo descaro y narcisismo encienden la fantasía de nuestro propio desasimiento. Alter egos tiránicos, tiranizados ellos mismos por la cupiditas. Nuestros Tyler Durden. Ellos encarnan el deseo reprimido de ser, por una vez y sin culpa, los tarados que se saltan los tacos de la carretera por la pista de emergencia, en vez de los tipos atrapados en la fila que los odian en silencio.

Surge así una paradoja: mientras menos traslademos nuestras frustraciones y fantasías personales a nuestras decisiones políticas, es más probable que el orden opere satisfactoriamente. Pero esto no es lo mismo que decir que debemos esperar poco de la política para que ella funcione bien, sino que no hay que pedirle peras al olmo. La política, cuando opera con dignidad, lo hace al servicio de bienes comunes y no de la pasión por el poder o los odios mezquinos. Los políticos, cuando son dignos, son funcionarios decentes de la República, no más ni menos. Administrar el Estado y tomar decisiones responsables no demanda genialidad ni descaro. Exige una sana mediocridad.

Ese mismo operar pausado y prudente es el que, de a poco, crea las condiciones para ir sanando muchas frustraciones, en vez de alimentarlas. Y también el que tiene la autoridad para mandarnos a la fila cuando hay necesidades más apremiantes. Como los niños del Sename. Como la precariedad del trabajo informal. Como la pobreza estructural en La Araucanía. Como la corrupción en el aparato público y las Fuerzas Armadas. Como la crisis ecológica. Cuando esa pausa y esa prudencia fallan, en cambio, tratamos de pasar por el lado de estos problemas, acelerador a piso, envueltos en la orgásmica esterilidad del sonido y la furia.