Columna publicada el 13.09.19 en el Diario Financiero.

Leí con sorpresa las declaraciones del consejero de la SOFOFA Fernando Barros, con las que busca restarle credibilidad a la crisis medioambiental. Se suman a  otras opiniones vinculadas al mundo empresarial que desconfían de la causa ecologista. Al respecto, creo importante distinguir el activismo y la crisis medioambiental. Todo activismo es exagerado y normalmente está politizado, pues su fin es captar la atención y producir cambios. Pero eso no invalida el conocimiento científico sobre el que ese activismo se construye. Que la publicidad de un producto exagere sus cualidades no significa que esas cualidades no existan.

La ciencia opera en base a un principio de razón suficiente. No hay certezas absolutas, pero eso no significa un todo vale. Por eso la postura sobre el cambio climático de Barros es débil: es cierto que el fenómeno podría no operar tal y como la mayoría de la comunidad científica sostiene hoy. Sin embargo, hay razones suficientes para asumirlo como verdadero (dentro de un rango de certeza) y guiar la conducta a partir de ese supuesto. Que los postulados científicos permanezcan abiertos a ser falseados no asigna el mismo valor a cualquiera de ellos, con independencia de su respaldo. Tal razonamiento falaz alimenta conductas aberrantes, como el movimiento antivacunas.

Además, asumir que las predicciones sobre el cambio climático son mínimamente ciertas, basta para que cualquier directorio responsable a cargo de empresas contaminantes reaccione. El riesgo de un shock regulatorio por crisis medioambiental debería procesarse igual que cualquier otro riesgo. Y ello debería convocar estrategias de diversificación y mitigación, no un conformismo basado en la hipótesis de “demasiado grande para fallar”. La traumática experiencia reciente de la industria salmonera debería estar en la memoria de todos.

Por otro lado, el desafío ecológico existiría con o sin calentamiento global. La contaminación de la tierra, la destrucción de ecosistemas, la extinción de especies, el desperdicio de comida, entre tantos otros, son ejemplos de problemas que nos deberían llamar a la acción con independencia del efecto invernadero. Esta destrucción, por cierto, no es sólo material, sino espiritual, como ha destacado el Papa Francisco, pues refleja un modo de vivir donde sólo importa el goce individual instantáneo e irresponsable, sostenido en una cultura del descarte.

Finalmente, asumir que porque algunas conclusiones científicas pueden ser funcionales a la izquierda para avanzar su agenda, éstas deben ser combatidas, es una forma burda de “matar al mensajero”. La historia de la misma izquierda advierte sobre los efectos absurdos de ese razonamiento, partiendo por el caso Lysenko y terminando en el rechazo a la teoría hayekiana del dinero.

La actitud de las empresas respecto al desafío ecológico es muy importante, y probablemente decidirá la viabilidad futura de muchas de ellas. Pueden divergir de los activistas, pero no darse el lujo de no tener propuesta.