Columna publicada el 01.09.19 en El Mercurio.

Es difícil negar que las sociedades contemporáneas tienden a considerar la eutanasia con suma benevolencia. En efecto, convergen en ella dos principios cuya fuerza parece irresistible. Por un lado, se invoca la autonomía individual. Si un enfermo decide terminar con su vida y, para lograrlo, requiere ayuda de un tercero, ¿por qué habríamos de negarle tal derecho? El segundo principio en cuestión es la compasión. Si una persona padece sufrimientos insoportables y, por lo mismo, desea ponerles fin, ¿no estamos obligados, por un mínimo sentido de humanidad, a satisfacer su anhelo? ¿No hay algo de crueldad en quienes, obstinadamente, quieren obligar a alguien a seguir sufriendo inútilmente?

Estos razonamientos tienen su pertinencia y, sin embargo, no podemos dejar de someterlos a un examen crítico. La eutanasia —que supone provocar directamente la muerte de alguien— toca una fibra muy íntima de nuestra civilización, pues pone en cuestión el carácter inviolable de la vida. Antes de dar un paso en esa dirección, deberíamos al menos mirar el problema desde todos los ángulos posibles: el asunto es cualquier cosa menos trivial. ¿Tenemos razones suficientemente poderosas que justifiquen un cambio tan radical? ¿O no cabría pensar, más bien, que estamos moviendo un cimiento muy frágil y delicado de nuestro mundo?

La misma noción de autonomía puede ayudarnos a comprender mejor el problema. Kant —el gran pensador moderno de la autonomía— afirma que esta presupone un respeto irrestricto por la vida. Dicho de otro modo, no hay libertad allí donde la vida humana no es considerada como un bien indisponible. Si aceptamos que el respeto por la vida de otros es condicional, por más exigentes que sean los requisitos, ponemos en riesgo todo el entramado que permite el despliegue de la autonomía. Algo así busca manifestar Kant cuando señala que las personas no tienen precio, sino dignidad. La libertad no está suspendida sobre la nada, ni puede explicarse enteramente a sí misma, pues posee condiciones de existencia: no es un principio absoluto ni unívoco. Una de sus condiciones es precisamente que no estemos dispuestos a provocar intencionadamente la muerte de un tercero. Estos peligros se aprecian con nitidez si consideramos que, en muchas ocasiones, la eutanasia no es decidida por el afectado. ¿En qué sentido podemos hablar de autonomía en esos casos? 

Ahora bien, me parece que la dificultad principal guarda relación con el consentimiento. La premisa dominante es que toda acción consentida es, por definición, legítima. Sin embargo, esa tesis oscurece la pregunta por las circunstancias que rodean nuestras decisiones: no todos los consentimientos son iguales (aquí reside, quizás, el gran punto ciego de varias corrientes liberales). Para explicarlo en simple, la legalización de la eutanasia tiene efectos sobre la autonomía, al cargar en el enfermo —que ya está en una posición desmedrada— un peso que bien puede ser insoportable. Al mostrar una vía de salida a una persona que probablemente ya se siente de sobra en el mundo —porque alguien tiene que cuidarla, alguien tiene que ocuparse de ella, alguien tiene que dedicarle tiempo—, el consentimiento resulta evidentemente distorsionado. En lugar de acompañar a nuestros abuelos en su enfermedad (lo que no excluye aliviar su dolor), los dejaremos en una situación imposible. De más está decir que ese peso se verá acentuado en aquellos que son más vulnerables, que cuentan con menos redes y recursos para enfrentar una enfermedad. En ese sentido, resultaría mucho más razonable destinar más recursos a cuidados paliativos, y poner atención en el encarnizamiento terapéutico que puede prolongar artificialmente la vida.

Por otro lado, si queremos ser coherentes con la interpretación dominante de la autonomía, no hay motivo alguno para restringir la eutanasia a ciertos casos tipificados. Al fin y al cabo, todos tendríamos derecho a terminar con nuestra vida en cualquier momento, recibiendo la ayuda necesaria. Algo análogo ocurre con la compasión, pues no hay modo de medir objetivamente el sufrimiento (como decía Hannah Arendt, el dolor es por esencia incomunicable). Si alguien siente un sufrimiento psicológico que le parece insoportable, no tendríamos nada que objetar. Al final, si aceptamos estas premisas, la eutanasia solo debería requerir una decisión libre e informada. ¿Estamos dispuestos a llegar hasta ese punto? ¿O hay algo que nos molesta en esa perspectiva?

En rigor, la eutanasia nos obliga a formular la pregunta por los límites de lo humano, por los límites de nuestra acción y de nuestras posibilidades. El “no matar” no es solo ni principalmente un mandato moral, sino que es sobre todo una sugerencia antropológica: hay realidades sobre las cuales no tenemos todo el poder (si alguien tiene dudas, allí está el desastre ecológico). Tanto en el origen como en el fin de la vida humana subsiste una dimensión misteriosa, que nunca podremos controlar del todo. Puede pensarse que el “buen morir” supone admitir esos límites que escapan a nuestro alcance.