Entrevista publicada el 30.08.19 en Emol.

El antropólogo, que cursa estudios de doctorado en Oxford, aborda el impacto del cambio climático en la sociedad y cómo se mal utiliza como herramienta política. También analiza el fenómeno Greta Thunberg y advierte del “síndrome Naomi Klein: creer que la crisis anuncia el fin del capitalismo”.

Aunque la COP25 estará cruzada por una compleja negociación diplomática, donde los representantes de los países lucharán por imponer la visión y necesidades de sus Estados, mientras se busca consensuar una estrategia mundial para enfrentar el cambio climático; la política en Chile y el mundo pareciera no sintonizar finamente con los efectos inmediatos del fenómeno.

Actores de distintas tendencias -como globalistas, nacionalistas, negacionistas, progresistas o conservadores- han ocupado el tema como herramienta en las rencillas cotidianas, sin sopesar la gravedad del asunto y dejando de lado un escenario probable que los afecta directamente: mientras no se tomen decisiones radicales para frenar el calentamiento global, la escasez de recursos puede derivar en el fin de la democracia tal como la conocemos.

Lo anterior es parte de las reflexiones de Pablo Ortúzar, antropólogo social y magister de la U. de Chile, actualmente cursando estudios de doctorado en Oxford. “Una catástrofe ambiental global no sería una crisis simplemente de modelo político sino una crisis de civilización”, sostiene. En esa lógica, lamenta que actores de derecha -o ultra derecha- nieguen el problema por temor a que sea manipulada por la izquierda, pero a la vez reprocha el “síndrome de Naomi Klein” de aquellos que creen que “la crisis ambiental anuncia el fin del capitalismo”.

En entrevista con Emol, el autor del libro “El poder del poder” (2016) y miembro del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), también analiza el fenómeno de Greta Thunberg donde, asegura, se observan “las huellas del simulacro y de la mercantilización de la rebeldía”.

Ha planteado que la agenda medioambiental debería reemplazar los acuerdos de la transición como principal tarea de la clase política. ¿Cree que la elite política nacional ha estado a la altura del debate en torno a cómo nos organizamos para enfrentar las consecuencias del cambio climático?

–Se han hecho cosas muy valiosas. La meta de convertir a Chile en un país carbono-neutral para el 2050, por ejemplo, está ahí. La meta de terminar con la generación de energía a carbón para el 2040, también. Pero es distinto fijar esas metas a incorporar el eje ecológico en todas nuestras actividades y proyectos. Y creo que eso es justamente lo que debemos hacer, además de reflexionar respecto a las consecuencias que la amenaza ambiental debería tener para la forma en que imaginamos el desarrollo.

Tanto en Chile como en el mundo se advierte una ideologización de la sostenibilidad ambiental, que se convierte en un arma política. ¿Está de acuerdo?

–Hay muchas personas en la izquierda con síndrome de Naomi Klein: piensan que la crisis ambiental anuncia el fin del capitalismo, y se soban las manos. Como si los gases de efecto invernadero fueran a entregarles en bandeja lo que 100 años de experimentos socialistas no pudieron.

Creen, además, que la única respuesta posible a la crisis es hacer crecer hasta el infinito la discreción estatal para intervenir y coordinar la vida de las personas, y confunden ello con el socialismo. La mala noticia, por un lado, es que una catástrofe ambiental global no sería una crisis simplemente de modelo político -como lo fue aquella que condujo al derrumbe de la URSS- sino una crisis de civilización. Entonces es como si una de las muchas facciones políticas romanas hubiera celebrado la caída del imperio pensando que les iba a dar la oportunidad de tomar sus riendas. Y no es eso lo que ocurre. En segundo lugar, es más que cuestionable que la única respuesta posible que tengamos a la amenaza ambiental sea el estatismo desaforado y una especie de economía de guerra.

Algunos plantean que el tema del Medio Ambiente se trata de una retórica catastrofista que, amparada en una amenaza ecológica, busca evitar la toma de decisiones racionales y burlar los procesos democráticos. 

–Creo que ahí se mezclan dos problemas. El primero es que muchas veces la gente absorta en las disputas políticas piensa que si algo puede ser usado de tal manera que sirva a los intereses de su adversario, entonces es un invento del adversario. Esa lógica no tiene sentido. Es infantil que la derecha niegue la crisis ambiental porque ella puede ser manipulada por la izquierda. El segundo problema es que efectivamente existen sectores de la elite global a los que sólo les gusta la democracia cuando ganan ellos, porque piensan -algunos bienintencionadamente- que el ser humano es demasiado estúpido o débil para hacerse cargo de sus propios asuntos, y que sin una tutela aristocrática nos vamos al despeñadero. Buena parte de la burocracia internacional con poca o nula validación democrática piensa así. Algunos de los padres modernos de la Unión Europea, como Jacques Delors, están totalmente inclinados a esta visión. Y, claro, cuando personajes absurdos como Bolsonaro o Trump llegan al poder, sienten que llegó la hora de tomar las riendas. Pero es muy probable que eso simplemente haga las cosas peor. Necesitamos una salida a la crisis mediada por el reformismo democrático, no dudosos superhéroes mundiales que se manden solos.

Ante la presión ejercida por el deterioro ambiental, puede que en el futuro los recursos deban ser protegidos por instituciones coercitivas, por ejemplo un gobierno con grandes poderes para regular el comportamiento individual en nombre del interés ecológico común. ¿Corre peligro la democracia tal como la conocemos si no actuamos ya?

–El escenario de un régimen de excepción donde el Estado debe racionar los recursos fundamentales y mantener el orden público a través del control militar es el que debemos tratar de evitar a toda costa. Tal situación supone, además, un shock regulatorio sobre ciertas industrias y actividades que implicaría una crisis económica tremenda, barriendo con el sustento material de la democracia liberal. Evitar ese escenario debería interesarle especialmente a las industrias que están en el área de riesgo de tal shock, que son las más contaminantes. 

Bruce Gilley, profesor de Ciencias Políticas, definió al “medioambientalismo autoritario” como aquel modelo de poder que concentra la autoridad en unas pocas agencias ejecutivas, dirigidas por élites capaces e incorruptas, cuyo objetivo es mejorar los resultados medioambientales. ¿Está de acuerdo?

–Sí. Hay corrientes ambientalistas autoritarias y tecnocráticas con complejo de guardianes platónicos. Creo que están equivocadas, que su aspiración es estéril y está basada en una antropología errada.

¿Pero está justificado el temor al autoritarismo medioambiental? ¿Puede la democracia ser objeto de una excepción ecológica que, ya sea gradual o abruptamente, desemboque en algún tipo de autocracia sostenible?

–La crisis ambiental global pone en tensión la soberanía de los estados nacionales, que ya venía a medio morir saltando producto de la propia globalización. Sin embargo, la respuesta a dicha tensión no debería ser subir la apuesta a un estado soberano global sin control democrático o con un débil control democrático.

En otras palabras, un imperio global. Creo, en cambio, que la respuesta está en el paradigma alternativo al de la soberanía, que es el de la subsidiariedad, y que involucra un reforzamiento de la autoridad en distintos niveles, adecuada a los bienes que se busca proteger. A nivel nacional el problema me parece idéntico: la dictadura ambientalista sería más parte del fracaso que de la solución a los problemas. Para desarrollar una fuerza subsidiaria me parece fundamental que las iglesias se involucren más en el asunto ambiental a nivel doctrinario. Laudato Si fue un tremendo primer paso, que le valió al Papa ser acusado de socialista por un montón de despistados, pero hay que seguir impulsando una legitimación espiritual teológicamente coherente de la protección ecológica. 

Santiago, o muchos centros urbanos de Chile, no están percibiendo el impacto de la sequía o del cambio climático. ¿Cómo se crea conciencia cuándo los niños tienen casi todo tipos de frutas disponibles todos los días del año en el supermercado?

–Ese es otro problema del calentamiento global que se suele pasar por alto: sus efectos no están parejamente distribuidos. Son los países más pobres y las poblaciones más pobres dentro de esos países los que serán primero y principalmente afectados por la crisis. Y ya lo están siendo: los centroamericanos y los africanos que se agolpan en las puertas de Estados Unidos y de Europa en buena medida han sido desplazados por razones directa o indirectamente relacionadas al cambio climático. Y la respuesta del primer mundo -que son los responsables de la mayor parte de las emisiones contaminantes del planeta- ha sido, en buena medida, la cárcel, la deportación y la muerte. La explotación ambiental de los pobres por los ricos es parte del mal que enfrentamos, y no debemos perderlo de vista.

Pareciera que los chilenos nos conformamos con poco -no usar bolsas plásticas o reciclar sin saber en qué terminan nuestros residuos- para creer que estamos contribuyendo a frenar el cambio climático.

–Sí, porque al final nuestra mayor aspiración es vivir como europeos o americanos de clase media -y nos hemos acercado a ello- y alcanzar lo antes posible esos estilos de vida supone acceso barato a muchos bienes, lo que, a su vez, implica mirar para el lado en cuanto a la contaminación y destrucción ambiental generadas para producirlos. Nos contentamos entonces con medidas como lo de las bolsas plásticas, porque no interpelan nuestra idea de lo que es un país desarrollado. Nos permiten seguir soñando con Miami o Ámsterdam sin mirar lo que hay debajo.

Un problema de los medios y el mundo de la publicidad es detectar y enfrentarse al greenwashing. ¿Cómo ve el compromiso medioambiental de los empresarios en Chile?

–Creo que muchos lo viven como un cacho, una carga molesta, en vez de verlo como un desafío y un motor de innovación. Entonces, ya, ahí está la “cuestión” ambiental, cumplida con lo mínimo y con total desgano. Eso es parte de lo que necesitamos que cambie: la innovación ecológica es una tremenda oportunidad económica, por un lado, y el riesgo de shocks regulatorios futuros para las industrias contaminantes es un tremendo peligro. Entonces es simplemente la modorra rentista y la falta de espíritu emprendedor lo que genera esa actitud en ellos, que deberían preocuparse de cambiar lo antes posible. Necesitamos acuerdos público-privados para enfrentar este problema y convertirlo en una oportunidad para la humanidad, incluyendo empresas y empresarios.

Ha planteado que Greta Thunberg es un fenómeno incómodo para un sector más conservador, pero “vampirizado” por el progresismo. ¿Cuál será el impacto del paso de Thunberg en el Chile actual? ¿Puede que su visita eclipse otros debates importantes que se darán en torno a la COP25?

–Lo que Thunberg ha hecho a nivel local me parece genial, loable y digno de imitación. La instrumentalización y mercantilización de su imagen por parte de organismos formados por adultos representantes de los principales poderes mundiales, en cambio, me parece nefasta.

Es un calma-conciencias, una vampirización y una clausura de la deliberación pública, porque ahora estos tipos te dicen “no soy yo quien habla, sino esta adorable adolescente sueca con autismo”, a la que en teoría nadie puede contradecir sin ser machista, “adultocéntrico” y quién sabe qué más. Como en el capítulo de Black Mirror del tipo con el pedazo de vidrio, su rebeldía ingenua -en el sentido de inocente o sin dobleces- termina siendo usada y degradada por el mismo sistema que pretende transformar. No quiero alargarme demasiado en esto, pero cualquiera que haya sufrido leer a Baudrillard o haya tenido el gusto de leer a Mark Fisher puede ver en el fenómeno Thunberg las huellas del simulacro y de la mercantilización de la rebeldía. Mucho del activismo virtual -los grandes consumidores de la marca “Greta”- es nada más que moda, pose, que esteriliza la seriedad de la causa para proveerle al consumidor de imagen la sensación de superioridad moral en base a nada. Y eso debe ser denunciado y combatido. Es parte del problema y no de la solución.

Ella plantea que más que mitigación o la adaptación, lo que debemos hacer es cambiar el modelo de consumo imperante. ¿Ese es el camino?

–Sí. Debemos cambiar nuestro horizonte de desarrollo o la idea misma de desarrollo. Aunque eso supone mitigación y adaptación ¿no? Por eso la crisis ambiental supone un problema para el ideal progresista tanto de la izquierda como de la derecha: entra en crisis la idea del crecimiento ilimitado. Pero, como ya dije, no hay que perder de vista el carácter desigual de la explotación ambiental. Un ejemplo lamentable vinculado al propio país de Thunberg es el caso Boliden, en que una minera sueca “vendió” en 1983 a una empresa fantasma chilena sus desechos tóxicos bajo la excusa de que serían procesados acá para obtener otros metales. Esos desechos, en realidad, fueron botados en el desierto y luego terminaron contaminando a un gran número de familias pobres de Arica, cuyos miembros desarrollaron cáncer y una serie de otros males producto de la exposición al arsénico y el plomo. La empresa chilena se disolvió en el aire y Boliden se lavó las manos, pagó millones en abogados y salió libre de polvo y paja. Así funcionaba el mundo en 1983 y así funciona todavía. Y eso no debemos olvidarlo.