Columna publicada el 04.08.19 en El Mercurio

El nombramiento de Sergio Micco como nuevo director del INDH —en reemplazo de Consuelo Contreras, quien terminó su período— ha suscitado una discusión muy reveladora sobre el modo en que algunos conciben los derechos humanos. Mientras algunos han objetado que Micco haya sido elegido con votos provenientes de consejeros “de derecha”, otros han criticado su perfil poco afín con el progresismo ambiente. 

La primera crítica fue repetida profusamente por dirigentes de oposición, que acusaron una operación del Gobierno para marginar a Contreras. Micco, un histórico de la DC, habría traicionado a su propio sector al aliarse con la derecha. El argumento resulta cuando menos curioso si recordamos que, en enero de 2018, Consuelo Contreras también había sido elegida con votos de derecha, tras la polémica salida de Branislav Marevic. En ese momento, nadie objetó el origen de los votos. Puede pensarse entonces que la molestia tiene otra explicación. Todo indica que, para la izquierda, es inaceptable perder el control de una institución pública que sentía como propia. En ese sentido, la elección de Micco es una excelente noticia: en virtud del carácter universal de los bienes que busca resguardar, el INDH no puede ser patrimonio exclusivo de ningún partido o facción. 

La segunda crítica, creo, es bastante más delicada. Lorena Fríes la formuló directamente, al afirmar que Micco no cumple con los estándares mínimos internacionales en materia de derechos humanos. Claudia Dides, por su parte, consideró “lamentable” su elección. ¿Su argumento? Integra el directorio de “Voces católicas” y se opuso a la aprobación de la ley de aborto. Pablo Simonetti y Luis Larraín manifestaron recelos análogos. La tesis es la siguiente: para cumplir un papel relevante en estas cuestiones, es imprescindible adherir sin ambigüedades al paradigma progresista (en otras palabras, hay que pensar como ellos). El punto es relevante, y merece atención, pues guarda relación con la misma naturaleza del INDH. De hecho, en sus primeros años, el Instituto fue dirigido precisamente por Lorena Fríes, y su gestión se caracterizó por haber impulsado una versión radical de la agenda progresista. En esa lógica, la elección de Micco sería un grave retroceso.

Con todo, el razonamiento tiene sus dificultades. Por de pronto, supone una profunda desconfianza respecto de la deliberación democrática. Afirmar a priori que tal o cual cosa es un derecho es un modo de ahorrarse la ingrata tarea de argumentar y persuadir. En efecto, los derechos no se deliberan, sino que deben respetarse incondicionalmente. Así, se invalida de antemano cualquier discrepancia: el disidente no es alguien equivocado que deba ser convencido, sino más bien una rémora del pasado que debe ser silenciada cuanto antes. Esto explica la propensión de cierta izquierda a recurrir a tribunales internacionales cuando los resultados democráticos son contrarios a sus convicciones, pues, según ellos, los jueces siempre podrán corregir los errores del demos.

La segunda dificultad es que, bajo esta visión, el concepto mismo de derecho se banaliza al extremo. En efecto, el lenguaje de los derechos —como lo notara hace años Mary Ann Glendon— puede ser muy inflacionario. La tendencia es llamar derecho a todas nuestras aspiraciones, sin el menor examen crítico (los ejemplos pueden ser bastante excéntricos). La consecuencia es tan nítida como problemática: si todo es derecho, nada lo es. Naturalmente, sería más sano reservar la noción a unos pocos bienes fundamentales excluidos de la deliberación. La prohibición de la tortura, por ejemplo, posee una evidencia de la que carecen las múltiples reivindicaciones de la agenda progresista. Si los derechos humanos básicos resguardan efectivamente aquello que consideramos sagrado, entonces deberíamos ser muy cuidadosos en distinguir nuestras legítimas posiciones en materias controvertidas del patrimonio común de los DD.HH. En otras palabras, no parece aconsejable instrumentalizar así el concepto que funda nuestra convivencia, menos aún si hay recursos públicos involucrados. 

Ahora bien, las acusaciones de Fríes, Dides y compañía tienen también otro trasfondo, que es la supuesta incompatibilidad entre el cristianismo profesado por Sergio Micco y sus nuevas funciones. En rigor, algunos piensan que hay algo así como una contradicción intrínseca entre ser católico y director del INDH. En este punto, los críticos de Micco son víctimas de una ignorancia particularmente exquisita. Después de todo, no es ningún misterio que uno de los inspiradores directos de la declaración de DD.HH. de 1948 fue Jacques Maritain, un pensador católico de primera línea. Además, el pensamiento cristiano es una fuente fundamental de la misma concepción moderna de derecho —basta pensar en Kant—. Aunque siempre será más fácil discutir con falacias que con argumentos, puede pensarse que los derechos humanos merecen una reflexión un poco más sofisticada. O, al menos, un intento.