Entrevista publicada el 08.08.19 en The Clinic.

Su escultura le hace guardia a la Universidad de Chile —encapuchada en las manifestaciones estudiantiles— y es la cara del billete más valioso, pero pocos se acuerdan del venezolano Andrés Bello como uno de los fundadores intelectuales del país. “Repertorio americano” (Penguin Clásicos), editado por el historiador Iván Jaksic, reúne varios de sus textos más emblemáticos y atractivos. Su apuesta es revitalizar a un pensador que discutió sobre educación, el sistema político, los cambios del lenguaje o las humanidades; temas que más de un siglo despuéts no parecen estar demasiado resueltos.

Jaksic es especialista en Andrés Bello —admite que una de sus pasiones es estudiar las referencias del poema medieval “Mío Cid” en su obra— y además dirige el programa de la Universidad de Stanford en Chile, ubicado sin ningún aspaviento en una flamante casa de los años treinta —restaurada hace un lustro— cerca de Plaza Italia. Desde ahí responde esta entrevista, en la que defiende la vigencia de un intelectual como Bello y resalta la importancia de la historia y las humanidades para tener un debate político de mejor calidad. Algo que hoy se echa de menos.

Pese al rol que jugó, la obra de Andrés Bello pareciera no ser tan visitada. Hoy tiene mucho de símbolo. ¿Qué hay detrás de eso?
-Todo partió como una especie de canonización. Los primeros pronunciamientos a propósito de su obra fueron los discursos que se hicieron en sus funerales. Ahí se cristalizó este símbolo de un Bello que aporta a las instituciones, que proyecta Chile, que salva la unidad del castellano.

A pesar de esta mirada más simbólica, ¿sigue estando vigente?
-Tiene mucha vigencia, porque él se preocupó de los pilares fundamentales de las naciones, que implican una cierta institucionalidad, un lenguaje común uniforme, una educación para la ciudadanía. Tenía el ojo puesto en todo lo que es clave en la construcción de una nación. Y ahora, cuando aparecen precisamente esos problemas, surge la oportunidad de decir que Bello ya lo había visto y trabajado desde el comienzo. Pero lo importante es mostrar esa cristalización de la imagen de Bello, que ha sido muy negativa.

¿Por qué? 
-Porque ya quedó todo dicho. Entonces, pareciera que no es necesario volver una y otra vez sobre él, que es donde realmente se logra rescatar los matices y su espíritu. Simplemente, quedan instalados pilares. Eso es un fenómeno muy extendido. Es muy común escuchar a gente hablar de libros que no ha leído. Es una especie de economía mental que conduce a la lasitud.

¿La publicación de “Repertorio americano” es en respuesta a esa cristalización? ¿Por qué publicarlo ahora?
-Es un afán de proporcionar acceso, pero de la totalidad del pensamiento de Bello. Es ponerlo en el bolsillo de las personas para invitarlos a leer los textos que son claves, y también los más atractivos. La primera edición de las obras completas de Andrés Bello es muy difícil de encontrar y es utilizada por los eruditos. La versión más importante, además, se publicó en Caracas y casi no se encuentra en Chile. Habrá tres o cuatro personas que la tienen y un par de bibliotecas. Y las antologías, que son una oportunidad importante de acceso, por lo general se limitan a ciertos temas.

Esta antología incluye textos que son parte de una polémica entre Bello y Lastarria, dos figuras importantes en la construcción de la nación. ¿Cuáles son los puntos fundamentales de este enfrentamiento?
-El rescate del pasado es lo más elevado, porque también había muchas rencillas personales. Lastarria había sido discípulo de José Joaquín de Mora, que fue expulsado del país por Diego Portales, y Bello va a ser relacionado con Portales. Además de eso, Lastarria se autoconstruía como el líder intelectual del liberalismo, como la verdadera independencia intelectual, mientras que Bello era un cancerbero de la tradición. ¿Ruptura o continuidad? Su debate iba al corazón de un problema central.

¿Y qué defendía cada uno?
-La lectura que hacía Lastarria de la historia era en función del futuro. Lo tomaba como un ejemplo para cambiar el presente y proyectarse. Bello, en cambio, tomó la posición de que no se puede establecer ninguna conclusión hasta no conocer bien los hechos de la historia, y reconocer los hechos implica una cierta ética de imparcialidad, y que a partir de ella se puede construir. Pensaba que a partir de la politización de los hechos solo se puede construir un voluntarismo político que se pone al servicio de una ideología o de un partido.

¿Esa polémica enseña algo sobre los debates actuales en torno a la historia, por ejemplo?
-Que de un plumazo se elimine historia como ramo, que se desperfile de la forma en que se hace, exacerba ese problema. Es perder una dimensión importante del pasado, que es dar una cierta gravitación al conocimiento, a los hechos, a las tradiciones, de dónde venimos. Rescatar ese debate es darle la relevancia que merece hoy día.

Una discusión recurrente es sobre las distintas interpretaciones que se hacen del pasado. ¿Siempre involucrará una pugna política?
-Hay momentos de gran comprensión del pasado, pero es escaso. Sobre la Independencia tenemos mucha más lucidez, gracias al aporte de historiadores extranjeros que miraban desde afuera y en un tono comparativo. Los años veinte son mucho más controvertidos en el siglo XIX, a propósito de los que tratan de rescatar una tradición democrática que habría sido destruida por el peluconismo. Pero hemos logrado avanzar, por ejemplo, en la configuración de los partidos políticos durante la década del cincuenta. Hemos ido ganando conocimiento, pero es imposible que no haya una lectura retrospectiva del pasado, a lo “Lastarria”, planteándose la pregunta: ¿dónde partimos mal?

Bello es partidario de la continuidad, más que de la ruptura…
-La tradición jurídica da un ejemplo de continuidad, o de cómo una sociedad puede irse a un abismo por querer cambiar de la noche a la mañana. Bello descubre que la base de la legislación española, o nuestra legislación indiana —con muchos artículos que ya están obsoletos—, es el derecho romano, que es milenario. Y que uno haría muy mal partiendo de cero, porque ley y costumbre son una dialéctica. Las leyes han formado costumbres, y las costumbres se pueden modificar, pero hay que tener mucho cuidado. No puedes transformar a un realista en un patriota o un jacobino en un demócrata de la noche a la mañana.

¿Y cómo se conecta su hipótesis de la continuidad con el contexto actual?
-Es relevante en el sentido de que hemos visto cómo la discusión política es cada vez más pobre. Si comparamos los debates del siglo XIX con los del siglo XXI hay una brecha de calidad y de densidad intelectual enorme. En el fondo, pareciera muy abstracto, pero la falta de ideas para enriquecer la política hace que todo esto sea muy relevante.

Bello es reconocido como el fundador de la institución universitaria en Chile. ¿Sigue habiendo espacio para la pregunta sobre la verdad en la universidad contemporánea? 
-Eso ha cambiado, porque los conceptos han variado. Cuando uno hablaba de verdad en el siglo XIX, por lo general, se remitía al modelo científico y lógico. En cambio, en el siglo XX y XXI los criterios son otros. La tecnología y la ciencia se han encargado de cuestionar todo aquello que era tan sólido. Si nos identificamos con lo que quería decir Bello con verdad, la idea de establecer un diálogo entre las diferentes disciplinas, que haya cierto rigor en el establecimiento de los hechos, sí sería relevante volver a esa pregunta. Pero hoy también tenemos que cuestionarnos cuál es el criterio de verdad, y en eso no hay consenso.

Su frase “todas las verdades se tocan” es difícil de encontrar en una universidad cada vez más especializada y tecnificada. 
-Bello quería que todo confluyera en un servicio al país. Hoy eso también ha cambiado. El criterio es el conocimiento universal, y quienes regulan eso son las revistas o instituciones académicas. El profesor de hoy tiene otro universo de referentes, que no eran los de Bello. Por lo demás, el profesor de Bello no es un pedagogo, es un investigador, y eso cambia cuando la universidad pasa a ser docente. Antes de eso, era una superintendencia de educación. Ese también es otro mundo, que no se puede revivir dada las condiciones actuales.

Se habla mucho de la crisis de las humanidades. ¿Qué rol cumplen hoy en esta sociedad más especializada y tecnificada? 
-Hay una verdadera crisis de las humanidades, y la vemos hasta en universidades de punta en Estados Unidos y Europa. Cada vez hay menos interés. Los departamentos de humanidades tratan de aliarse con otras carreras para sobrevivir. Pero en la medida que se busca darles forma institucional, que lleva a una fragmentación, es cuando el destino de las humanidades empieza a ponerse en cuestión.

¿Pero cuál sería el aporte concreto de las humanidades?
-Bueno, como siempre lo ha sido, y ojalá lo siga siendo: la formación del criterio, la capacidad de equilibrar, de ver los diferentes elementos de cualquier problema. También una impronta ética, el aprender a apreciar nuestros antepasados. Yo fui estudiante de filosofía y estudiábamos lógica, y eso te daba un instrumento para pensar. Pero las humanidades, los clásicos, aportan algo más. Es una fibra humana que permite, al mismo tiempo, ser un mejor ciudadano, ser un mejor padre, tantas cosas.

Destacas en tu estudio sobre Bello la importancia que tienen en su obra la poesía y la literatura, partiendo porque ves ahí un factor de unión de la nación y de Hispanoamérica. ¿Eso sigue siendo así?
-Como aporte individual, la creatividad de la poesía sigue teniendo esa función en el mundo. A Bello le interesaba mucho reconciliar creación con disciplina. Porque puedes crear bellísimos poemas, pero con la disciplina que te exige la métrica. Para él, esto era una metáfora de lo que debe ser el ser humano: una persona capaz de crear, pero sin llegar a la licencia, sino que de crear con una cierta moderación o contención. Lo que es más difícil, y que logró Bello, es tener poemas fundacionales. O sea, la “Locución a la poesía” es muy difícil. El gran intento, y de hecho Neruda saludaba a Bello, es el “Canto general”, pero es más difícil. Es decir, vamos a seguir teniendo poesía, pero tienen que darse muchas otras circunstancias para crear algo del nivel del poema del “Mío Cid” o de la “Locución a la poesía”.

Pero la función política que Bello veía en la poesía y en la literatura se mantiene. Tiene posibilidades de crear identidad e identificación. 
-Tenemos una poesía muy personal, pero también una que le habla a un público más amplio, a propósito de quiénes somos, temas más identitarios como país, como nación. Esa tradición no se ha roto.

Bello veía en los neologismos una amenaza al lenguaje. De hecho, su interés por la gramática es una prevención de la dispersión. ¿El lenguaje está en riesgo hoy?
-La avalancha de anglicismos es un problema. El lenguaje, y el castellano nuestro en particular, permite adaptar ciertos conceptos, pero castellanizándolos. Porque si no, estamos perdiendo algo. La adopción cruda de los anglicismos es lo que está ocurriendo. Uno lee la prensa, documentos oficiales, y se da cuenta de que los ministros ocupan los anglicismos crudos. Eso es un eco de la amenaza que veía Bello. El mantener un idioma es mantener una tradición; no solo una tradición por sí misma, que él llamaba purismo, sino porque no mantenerlo significa negarle al lenguaje su capacidad de adaptación. Es muy relevante hoy día cómo logramos contener ese “vendaval”, como lo llama la directora de la Academia Chilena de la Lengua, Adriana Valdés, quien tiene palabras muy certeras al respecto. ¿Cómo hacemos para respetar nuestra lengua lo suficiente como para no tener que caer en el préstamo?

En Londres, Bello leyó o trabajó con autores como Bentham, Locke o Mill. ¿Qué influencia tuvieron esos años?
-Londres es fundamental. El abanico de ideas y de opciones políticas era muy amplio y referido a circunstancias concretas: la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas, el nuevo orden mundial, el período de la regencia en Londres, todo eso hace que surjan ideas políticas en el calor del momento. Ahí uno ve, por ejemplo, los sectores más aristocráticos, los más radicales, pero también hay una posición más moderada, que es la de los whigs. En el caso de Bello, a través de sus vínculos amistosos e intelectuales con Blanco White, accedió a Holland House, que es un sector muy moderado de la política británica. También aprende mucho de la moderación de la filosofía escocesa. Su “Filosofía del entendimiento” es escocesa. La moderación, el equilibrio entre religión y ciencia, todo eso él lo respira en ese ambiente político.

¿Y eso influyó cuando llegó a Chile a ayudar a institucionalizar un gobierno conservador?
-Lo que trae Bello a Chile es la noción de orden. Rechaza el radicalismo ideológico, lo considera una camisa de fuerza. Dice que hay que navegar entre opciones que a lo mejor no son muy buenas, pero siempre tratando de lograr un equilibro o un punto medio. Sin orden no hay posibilidad. En Chile esa búsqueda política se mantiene hasta la fecha. ¿Quién ocupa hoy el lugar del centro? ¿Quién logra conciliar aspiraciones de cambio con la necesidad de continuidades? El centro lo han ocupado muchos partidos políticos. Por largo tiempo fue el Partido Radical, después lo intentó la Democracia Cristiana, que sigue jugando un poco ese papel, y Renovación Nacional desde la derecha. Hay siempre una gravitación hacia el centro. Pero yo creo que Bello hoy no gravitaría en torno a ninguno de los partidos políticos, sino que seguiría buscando ese punto medio.

¿Ves en ese anhelo de conservación y reforma algo similar a lo que se ve en la historia del centro político en Chile?
-Efectivamente, pero con desafíos diferentes. En el siglo XIX el tema era la secularización, que siguió vigente en el siglo XX, pero hoy ya no lo es tanto. Desde el punto de vista político, ¿cuáles son los temas en los que habría que aplicar una política bellista de centro? La necesidad del orden ya no es la misma, porque las instituciones ya están instaladas, pero la calidad y transparencia de las instituciones sí son relevantes. Y todo tiene una genealogía. Viene de mucho más atrás, y yo creo que Bello fue uno de los arquitectos de eso.

De cierta manera, Bello también participó en la discusión sobre el liberalismo, muy latente en estos días. ¿Está esa tradición en un ocaso, o hay solo un reacomodo de las tesis liberales en una nueva época?
-El liberalismo ha probado tener ciertos pilares fundamentales, pero puede y tiene que adaptarse a nuevas circunstancias. Por ejemplo, el liberalismo siempre estuvo a favor del sufragio cuando este era una lucha, pero ahora es lo contrario: existe y la gente no lo utiliza. Los desafíos pasan a ser otros. Hay un corpus liberal, que tiene que ver con la contención de las depredaciones del Estado, que continúa siendo prioridad. La contención de cualquier poder, no solo del Estado, también de la opinión o de las mayorías, sigue siendo una tradición liberal vigente.

¿Entonces, no estarías de acuerdo con que hay una crisis del liberalismo, sino que hay ciertas tesis que están puestas en entredicho?
-Hay muchos liberalismos, que enfatizan diferentes cosas. Hay mucha vitalidad. Yo me he preocupado más del liberalismo en la construcción de la nación. No estoy tan cómodo hablando del liberalismo actual y de todos los debates que hay, pero sigo pensando que los grandes temas siguen siendo los del liberalismo clásico. Lo que ha complicado las cosas es que a veces confundimos el liberalismo con el neoliberalismo. Algunos historiadores hemos tratado de rescatar la genealogía del liberalismo, y los distintos tipos de liberalismo para entender cuál es su papel hoy.

¿Cuáles son las diferencias entre liberalismo y neoliberalismo?
-Sobre todo, el tema económico. El neoliberalismo tiene una ambición más filosófica, de que somos una especie de homo economicus y que todo debe pasar por ahí. Creo que el liberalismo clásico no estaría tan de acuerdo. El mismo Adam Smith, como demostró Leonidas Montes, no es un partidario de lo que hoy sería el neoliberalismo. Invita a considerar el aspecto económico, pero ve que este también tiene un fundamento moral, por eso releva tanto la “Teoría de los sentimientos morales”. Pero hoy, sin esa preparación o formación filosófica, nos olvidamos de eso y nos concentramos en lo puramente económico.

Coordinaste el proyecto de edición de la “Historia política de Chile. 1810-2010”, ¿qué lo explica?
-Un poco, la frustración que sentimos algunos historiadores con el bicentenario. Mucho patriotismo, mucha celebración, también mucho autoflagelamiento. Pero nada de visión de conjunto. Se discutió de todo, menos qué significaban estos doscientos años de historia. La inspiración vino de una frustración de la baja calidad de la discusión política, el desconocimiento de la historia política, la repetición de los mismos temas, de los mismos autores, y buscamos una manera más pluralista de aproximarnos a la historia de Chile.

¿Qué impacto ha tenido hasta ahora?
-El tomo uno ya se agotó y hay una segunda impresión. Estamos sorprendidísimos. Se vendieron más de dos mil ejemplares, algo inédito para un texto académico, y el tomo II anda por ahí. El III y IV son más nuevos, pero no tengo duda de que va a tener circulación. Las reseñas académicas han sido muy favorables, sobre todo desde afuera. Hemos recibido reseñas desde México, Colombia o Argentina. Creo que hay un cierto apetito por la historia, y sobre todo, una frustración de ver en qué está la política hoy, y cómo podemos traer nuestra tradición de debate político al presente.

¿Cómo se vincula este proyecto con tu trabajo sobre Bello?
-Siempre he insistido en que Bello es gramático, es jurista, es poeta. Es todo eso y más, pero también es un arquitecto de la política chilena en el buen sentido. Un arquitecto, no un operador, sino un pensador de la política, un pensador de las instituciones, una persona que eleva el nivel del debate. Por lo mismo, quiero rescatar al Bello constructor de naciones.