Columna publicada el 13.08.19 en La Segunda.

No es exagerado decir que la llegada de Teodoro Ribera le devolvió el tono republicano a la Cancillería. Sin embargo, aún no se logra percibir algo así como una visión de conjunto en materia internacional. El problema no consiste tanto en ciertas definiciones específicas adoptadas en este ámbito, como en el hecho de que ellas no dialogan entre sí.

Veamos un ejemplo reciente. Hace pocos meses, Chile y otros cuatro países enviaron una carta a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, recordándole la necesidad de respetar la legítima autonomía de cada Estado. Motivos no faltaban para esta iniciativa. Existe una progresiva tendencia a confundir —o derechamente ignorar— el contenido de lo efectivamente acordado en tratados ratificados y vigentes, con interpretaciones extensivas, no vinculantes e inflacionarias de los mismos. Tal confusión desacredita el sistema internacional de DD.HH. y afecta la deliberación democrática, el estado de derecho y la soberanía de cada país. Esto es precisamente lo que justificaba la misiva a la Comisión.

Pero con su apoyo al protocolo facultativo Cedaw, que se tramita en el Senado, La Moneda borró con el codo lo escrito antes con la mano. Si antes reivindicaba la autonomía de cada país, ahora legitima al comité Cedaw, una burocracia cuasi jurisdiccional que se caracteriza por impulsar políticas muy determinadas. Aunque no hay tratados vinculantes que respalden su agenda, este comité —basta leer sus informes— con frecuencia insta a dictar o modificar leyes, invalidar sentencias, etc. Y como se ha instalado que sería el intérprete oficial en cuanto a los derechos de la mujer, la viabilidad de resistirse a sus “recomendaciones” tiende a cero.

Las preguntas, entonces, son inevitables: ¿dónde quedó la democracia, dónde el estado de derecho, dónde la soberanía previamente reivindicadas? ¿Cómo justificar un cambio de criterio tan abrupto? ¿Qué tipo de coherencia guardan estas decisiones entre sí?

Por desgracia, este tipo de dificultades e inconsistencias no son nuevas. Si en algún minuto se abrazó la retórica de la ONU —migración ordenada, segura y regular—, a última hora se decidió no adherir al Pacto de Marrakech; si a Nicolás Maduro se lo condena por ser un dictador, en China “cada uno tiene el sistema político que quiera darse”; y si en un momento se buscó liderar la ayuda humanitaria a Venezuela, al punto de que el presidente viajó a Cúcuta, la polémica en Chacalluta puso en tela de juicio el compromiso con ese país.

En una entrevista dominical, Álvaro Vargas Llosa decía que, “para el Presidente Piñera, la política exterior es una forma de darle proyección a su gobierno”. Lo menos que uno puede preguntarse, dado el panorama descrito, es en qué consiste realmente esa proyección.