Columna publicada el 15.07.19 en The Clinic.

Ya son ocho los municipios que impulsan el llamado “toque de queda” juvenil y, apelando al sentido común, han conseguido el apoyo de diversos actores de la escena política nacional. Uno de ellos, y que se ha preocupado de asumir un papel protagónico en la iniciativa, es el exdiputado José Antonio Kast. Con una carta dirigida al presidente Sebastián Piñera, el líder del nuevo Partido Republicano defiende la medida porque permitiría proteger a los niños del “flagelo de la droga y la delincuencia” –para usar sus palabras– que asola nuestras calles y barrios. Su afirmación, por cierto, no emerge de la nada. Kast sabe bien que está tocando una fibra muy sensible, sobre todo si se considera que la seguridad aparece reiteradamente como una de las principales preocupaciones de la ciudadanía. De lo que pareciera no tener tanta consciencia, en cambio, es de las implicancias problemáticas que esta adhesión puede tener sobre su propio discurso.

La permanente condena de Kast a la ineficiencia del Estado, a su gigantesco e innecesario aparato burocrático, a la extendida corrupción de sus funcionarios y operadores políticos, son parte de una agenda explícita orientada a reducir su tamaño. En su declaración de principios, el movimiento de Kast afirma promover un Estado subsidiario que “jamás sustituya a la sociedad libre”, al tiempo que “tenga el tamaño mínimo necesario” para asegurar una acción eficaz. ¿Cómo hacer calzar esta definición con el apoyo tan comprometido a la restricción horaria por parte de los municipios? El énfasis en el hecho de estar haciéndose cargo de un problema real y acuciante (¿quién quiere que los niños anden solos en la noche?), tiende a ocultar el evidente reemplazo del protagonismo de la comunidad y las personas –supuestamente tan valiosas en el programa de Kast– por aquella entidad que, en tantas otras materias, se cuestiona.

¿Por qué es problemático que el Estado se entrometa en la agencia libre de los individuos en el mercado y no a la hora de controlar su movimiento cotidiano por las calles? ¿Por qué la temible imagen del “ogro filantrópico” aparece sólo cuando el Estado asume el papel de planificador económico, y no cuando adquiere el rol de vigilante que, al estilo orwelliano, aumenta progresivamente sus recursos para seguir los pasos de sus ciudadanos? ¿De qué depende en el discurso de Kast que a veces el Estado interfiera y limite, y en cambio en otras ocasiones colabore y proteja? ¿No es el mismo Estado ineficiente y corrupto de los áridos trámites diarios el que estaría ahora a cargo de guiar a los más pequeños a sus casas?

Quizás lo que ocurre es que al mundo de Kast no le preocupa tanto el tamaño del Estado, como el tipo de función que cumple. De hecho, si introducimos el apoyo del exdiputado a esta medida en su agenda mayor contra la “delincuencia, el narcotráfico y el terrorismo” la tensión desaparece, pues de lo que se trata, más que de reducir las dimensiones del “ogro”, es de reorientarlo a su tarea principal: el orden público. Y aunque es indudable que éste último constituye una misión fundamental del Estado, en Kast parece volverse la única relevante. De este modo, no tiene ningún reparo para aumentar las atribuciones del Ejecutivo, haciéndolo crecer en facultades y recursos, siempre y cuando su foco sea la seguridad. Poco importa si ello puede debilitar el papel de la comunidad que tanto se defiende. Sin embargo, quizás lo más problemático de todo esto es que ni siquiera se lo reconoce en esos términos. ¿Por qué no asumir derechamente que el tema no es que el Estado crezca en general, sino que lo haga en los ámbitos preferidos? Ya que el líder del Partido Republicano quiere convocar a una derecha “sin complejos”, es de esperar que sea el primero en explicitar los motores reales que lo inspiran.