Columna publicada el 30.06.19 en El Mercurio.

Hace unos días, la Corte Suprema emitió un informe en torno a la nueva ley de adopciones. En dicho texto, los jueces celebran la apertura de adopción a parejas del mismo sexo, por cuanto “constituye un avance hacia la plena igualdad ante la ley y dignidad de todas las personas”. No obstante, los magistrados sostienen que esa igualdad se ve afectada por la obligación de considerar la voluntad del menor que hubiera manifestado preferencia por una pareja heterosexual. A ojos de la Corte, esa norma es contraria a la Convención de los Derechos del Niño, pues solo vale para las parejas de distinto sexo. Así, según el máximo tribunal, la ley “trasunta el deseo de favorecer a las parejas constituidas por un hombre y una mujer, generándose un espacio de privilegio respecto a parejas que se conforman de manera distinta”. Esto no sería coherente con el derecho del niño a vivir en una familia “sin importar su composición” (esta última expresión está en el proyecto de ley).

El informe tiene el innegable mérito de plegarse al sentido común de los tiempos: todas las familias valen lo mismo. Sin embargo, uno puede preguntarse si resulta recomendable que el máximo tribunal del país se pronuncie sobre materias que escapan a sus atribuciones. La adopción homoparental involucra legítimas diferencias políticas y antropológicas, y la sede judicial no está llamada a zanjarlas. Cabe recordar que la crisis contemporánea de la democracia guarda relación precisamente con este fenómeno: ¿en qué nivel y con qué respaldo democrático se toman ciertas decisiones? ¿Qué potestad tienen los jueces para dar opiniones legislativas? Esto se agrava si consideramos que el informe contiene una interpretación (muy) libre de la Convención de Derechos del Niño, pues le da un contenido específico y discutido a un principio general que admite muchas lecturas. Dicho en simple, el informe de la Corte no guarda la deferencia mínima respecto del Legislativo, y se atribuye funciones que no le corresponden. Esta tendencia debería preocuparnos más allá de la simpatía que tengamos respecto del caso particular.

Sin perjuicio de lo anterior, también debe reconocerse que la Corte explota con habilidad los espacios en blanco que dejan los congresistas. La tímida preferencia que el legislador ha querido otorgar a las parejas heterosexuales es difícilmente compatible con el tono general de la iniciativa, que busca eliminar todo criterio diferenciador. En ese sentido, la Corte solo anuncia que los jueces no se privarán de llenar los vacíos que la ley vaya dejando; y que, en esa tarea —el mundo al revés—, no aceptarán intromisiones.

Como fuere, el informe no está exento de tensiones internas. Por de pronto, el texto completo de la ley es una especie de oda a la discriminación: el proceso está plagado de condiciones, requisitos y limitaciones. El máximo tribunal no realiza esfuerzo alguno por explicar la diferencia entre exigencias arbitrarias y exigencias razonables. Por lo mismo, su argumentación queda en un curioso estado de incoherencia: queremos superar las imposiciones heterosexuales de la naturaleza (que atentan contra la igualdad), pero en otros planos —por ejemplo, la edad del adoptante— seguimos encadenados a ella.

De más está decir que estas confusiones conceptuales tienen efectos graves. Al eliminar la pertinencia de cualquier criterio a la hora de elegir una familia para el menor (que sigue siendo el eslabón más frágil de la cadena), el concepto de “bien superior del niño” se vacía de contenido. Queremos lo mejor para el niño, pero no sabemos en qué consiste, más allá de los siempre cambiantes lugares comunes. El foco cambia entonces de lugar: ya no nos interesa tanto el bien del niño como el deseo de los adoptantes (de hecho, los partidarios más honestos de la adopción homoparental admiten que esta discusión no versa principalmente sobre los niños).

En este preciso punto, nuestra mirada sobre el menor se modifica radicalmente. En efecto, el niño se convierte en el objeto de un derecho ajeno. Quienes desean un niño, tienen derecho a tenerlo; y esa aspiración no puede ser cuestionada. La lógica interna del proceso puede apreciarse claramente en las discusiones que se han producido en Europa tras la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo: fertilización asistida para parejas de mujeres y maternidad subrogada para parejas de hombres (con la ampliación de los respectivos mercados). Si existe algo así como un derecho al niño, y si la naturaleza impide que las parejas del mismo sexo puedan tenerlos (y esto no de modo accidental, como ocurre en las parejas heterosexuales), entonces la técnica puede suplir esa injusticia, creándolos de manera artificial para satisfacer nuestros deseos. Sobra decir que, en ese contexto, el bien superior del niño se convirtió en aquello que los medievales llamaban flatus vocis, un concepto sin significado real. Y, peor, ya sabemos qué piensa la Corte Suprema al respecto.