Columna publicada el 30.07.19 en La Segunda.

El 2020 recordaremos medio siglo desde que Salvador Allende llegó a La Moneda, cuatro décadas desde la “Constitución de 1980” y 30 años desde el regreso de la democracia. Naturalmente, la historia reciente continuará en agenda. En este contexto, de seguro reaparecerán las críticas al origen del texto constitucional vigente. Después de todo, es sabido que la carta del año 80 fue otorgada en condiciones impropias de un estado de derecho.

Pero, ¿es preciso hablar hoy de la “Constitución de 1980”? La pregunta es cuando menos pertinente considerando la trayectoria política e institucional de nuestro país. Si hasta 1989 la dictadura gobernó en base a los preceptos transitorios del texto constitucional otorgado por la Junta Militar, su articulado permanente originario nunca rigió en el Chile democrático. Acá el hito clave fueron las reformas a la Constitución del 89, ratificadas mediante un referéndum celebrado justo un día como hoy, hace 30 años.

Se trata de un hito que merece ser subrayado, pues revela dos aspectos cruciales del Chile posdictadura. El primero es el ánimo que terminó por primar en los líderes políticos de ese entonces. Tal como narra Ascanio Cavallo en su ágil crónica “Los hombres de la transición” (Uqbar, 2017), tras éste y otros acuerdos que posibilitaron el retorno pacífico a la vida democrática existió “mucha gente haciendo esfuerzos para que todo resulte bien”. Cualesquiera sean los reproches a esa generación, lo cierto es que sus principales referentes abandonaron la lógica de enfrentamiento, la “guerra civil política” que protagonizaron desde los años 60 en adelante (mediante consensos eminentemente pragmáticos, sin duda, ¿pero cómo podría haber sido de otro modo?).

El segundo aspecto que manifiestan las reformas del 89 es que aquel ánimo de los dirigentes políticos no era fortuito, sino que reflejaba un anhelo de paz muy arraigado en gran parte del pueblo chileno. Probablemente eso influyó para que sobre el 90% de quienes acudieron a las urnas ese 30 de julio de 1989 –más de siete millones de personas– aprobaran los cambios pactados entre la oposición democrática y el régimen de Pinochet.

Desde luego, nada de esto permite descartar a priori las preguntas sobre la legitimidad del orden constitucional. Más aún, los reparos que él recibe quizá derivan precisamente de que se trata de un orden que, en muchos sentidos, refleja las lógicas de la transición. Sin embargo, conocer el itinerario descrito permite calibrar la rigurosidad de las objeciones que suelen invocarse en su contra. A fin de cuentas, la Constitución que nos rige no es la “Constitución de Pinochet”, sino más bien el fruto de una evolución iniciada con las reformas plebiscitadas tres décadas atrás.