Columna publicada el 28.07.19 en El Mercurio.

Si Mauricio Rojas alcanzó a fungir 96 horas como Ministro de Cultura, Carlos Williamson ni siquiera pudo jurar como subsecretario de Educación Superior. En efecto, pocas horas antes de su nombramiento oficial, un medio divulgó las opiniones críticas que había emitido hace 10 años sobre el Museo de la Memoria. En ese entonces, Williamson afirmó que el museo representa una “brutal distorsión de la realidad histórica” y “una grosera falsificación”, por cuanto no ofrece el contexto indispensable que permita comprender lo ocurrido. Para evitar un nuevo bochorno, el Gobierno revirtió rápidamente la decisión. La regla parece clara: si usted ha emitido críticas respecto del Museo de la Memoria, no puede aspirar a ejercer cargos públicos medianamente relevantes.

Hay motivos para pensar que esta norma resulta razonable. Por un lado, las sociedades no pueden vivir sin instancias sagradas —por tanto, protegidas—; y, en el mundo contemporáneo, los derechos humanos cumplen esa función. El ingreso al espacio público exige reconocer ese dato fundamental, y ningún matiz en la materia resulta aceptable. Además, tampoco debemos olvidar que, durante demasiado tiempo, muchos negaron la existencia misma de esas violaciones, o al menos relativizaron su gravedad. La condena ha de ser total e inequívoca y, por lo mismo, cualquier alusión al contexto resulta altamente sospechosa. Si alguien cree que el museo falsifica la historia, carece de la legitimidad mínima para ejercer ciertas funciones públicas.

Ahora bien, aunque tal argumentación tiene su pertinencia, también tiene sus limitaciones. Sus dificultades pueden apreciarse con nitidez a partir del tono maniqueo que tiende a adoptar, casi instantáneamente, la discusión sobre el tema. Así, Francisco Estévez —director del museo— no tardó en acusar a Williamson de negacionista (“es una persona que adscribe al negacionismo”). Sin embargo, la acusación —que la diputada Nuyado repitió en los mismos términos— solo revela el apuro que tiene el creyente en silenciar cualquier atisbo de herejía. Williamson no es negacionista, si el concepto conserva aún algo de sentido: a pesar de sus duras palabras respecto del museo, el fallido subsecretario ha reconocido y condenado las violaciones a los derechos humanos perpetradas en dictadura. Aunque cabría esperar más cuidado por parte del director del museo, su reacción es la propia del guardián del templo. Después de todo, Estévez busca impedir que se discuta en torno al museo, pues intuye que eso puede conducir —de modo más o menos solapado— a alguna forma de negacionismo: este debe ser combatido aún en estado de mera potencia.

Con todo, cabe preguntarse si acaso es verdad que toda crítica al museo involucra un peligro negacionista. ¿Qué tan dogmática debe ser la defensa del museo? ¿Es posible condenar las violaciones a los DD.HH. y, al mismo tiempo, ser crítico del modo en que se presenta la muestra? Este caso ha vuelto a ilustrar cuán explosivas siguen siendo estas interrogantes. Desde luego, nada de esto quita que las declaraciones de Williamson hayan sido, por decirlo de manera suave, excesivas. En temas sensibles, la crítica debe ser bastante más fina. Además, sus palabras no comprenden la naturaleza misma del museo, que se concibe más como un memorial que como una muestra histórica. Su propósito es recordar, y recordar para que nunca se repitan tales hechos.

La dificultad estriba en que, más allá del caso Williamson, no hay un solo modo de recordar, ni un solo modo de intentar que la tragedia no se repita. La reacción maniquea no ayuda a esclarecer el asunto, porque vuelve rígido un debate que, al menos en principio, es tan válido como necesario. Puede que la condena política tenga efectos positivos —nos libramos de expresiones molestas y desagradables—, pero también paga un costo elevado, al fomentar ese veneno llamado conformismo intelectual. Como bien apuntaban Tocqueville y Mill, un espacio público sin expresiones desagradables, o derechamente erradas, puede convertirse rápidamente en un lugar chato, donde nadie dice cosas interesantes por temor a contradecir la doxa.

Si estas consideraciones son plausibles, deberíamos tratar de discutir sobre estos temas evitando la multiplicación de epítetos. En rigor, me parece que el equívoco reside en lo siguiente: el carácter sagrado de los DD.HH. no tiene su correspondencia exacta en el Museo de la Memoria, que es solo una manifestación posible de la importancia que le asignamos a lo ocurrido. Dicho de otro modo, si el respeto a los DD.HH. debe ser irrestricto, eso no tiene por qué traducirse en un respeto equivalente por el museo, que no puede sino ser contingente. El matiz es difícil, pero también indispensable si acaso queremos tomarnos en serio el desafío de recordar, y de evitar que esos hechos se repitan: no es seguro que extender el dogma a todos sus alrededores sea un buen camino para proteger aquello que consideramos sagrado. Los cuidados del sacristán bien pueden matar al señor cura.