Columna publicada el 09.07.19 en El Líbero.

A estas alturas, es indudable que el gobierno tiene problemas para enfrentar las consecuencias que provocan los flujos migratorios. Y al igual que en otros asuntos, el déficit no es tanto técnico como político.

La situación de los ciudadanos venezolanos retenidos en los pasos fronterizos del norte ilustra muy bien esa dificultad. Es cierto que la crisis no depende en exclusiva de lo que haga Chile, pues un éxodo de tal magnitud termina por involucrar a todos los países de la región. Ahora bien, esa responsabilidad compartida no exime al gobierno de una reacción adecuada, especialmente si están en juego problemas humanitarios.

Si uno profundiza en los discursos del Ejecutivo sobre Chacalluta, se  observa un titubeo problemático. Es claro que el gobierno busca limitar la inmigración, pero no quiere sufrir costos políticos con aquellos sectores identificados con la idea de que “todos somos migrantes”. Por lo mismo, utilizan una lógica ambigua, que intenta mantener la paz con frenteamplistas y los republicanos de Kast. Mientras defienden la apertura, establecen requisitos de entrada muy difíciles de cumplir para los venezolanos varados en el norte –incentivando la irregularidad que dicen combatir–, o hacen distinciones muy problemáticas entre el inmigrante que aporta y el que supuestamente daña al país. 

El rechazo al Pacto Migratorio ya mostró este doble juego. ¿Cómo explicar que tres meses antes de negarse a firmar el texto, el Presidente alabara su contenido en la Asamblea de Naciones Unidas? Tampoco es comprensible que después del rechazo se siga utilizando –bajo una peculiar interpretación– el discurso de la ONU sobre migración ordenada, segura y regular.

El gobierno, entonces, no quiere explicitar cuál es su posición, y cae en la difícil tarea de dar argumentos sensatos sin revelar la postura de fondo. Así, vuelven una y otra vez sobre uno de sus pocos discursos exitosos –el de “ordenar la casa”–, y lo utilizan para explicar asuntos tan contradictorios como integrar y expulsar a los inmigrantes. Al parecer no comprenden que la retórica del orden hace agua cuando se cruza con problemas como los del norte, que muestran tensiones más profundas, relativas, entre otras cosas, al equilibrio entre la soberanía de los estados y los derechos fundamentales de los inmigrantes, o la justificación moral de las fronteras.

En este sentido, el académico de la Universidad de Oxford David Miller señala que la soberanía de los Estados para restringir la inmigración no solo está limitada por los derechos humanos de los migrantes, sino también por la obligación de los países de darles buenos argumentos para prohibir su entrada. No es posible, entonces, rechazar a los extranjeros por cualquier motivo. 

En nuestro caso, no solo falta una respuesta para la exclusión, sino también para entender por qué se amplían los criterios de ingreso de forma tan abrupta. Ahora bien, el gobierno insiste en esconder su idea de frenar la inmigración, sin caer en cuenta que así nunca podrán explicarla. Todo lo que es seguir disparándose en los pies.