Columna publicada el 09.06.19 en El Mercurio.

La Cuenta Pública del Presidente —de inesperada audiencia televisiva— estuvo marcada por dos aspectos conectados entre sí. El primero es el énfasis en las obras públicas. Todo indica que Sebastián Piñera entendió que no será recordado tanto por sus reformas de largo aliento (que no dependen de él) como por sus realizaciones. Lo suyo es la gestión, y esta tiene que verse reflejada en obras que podamos ver y tocar: como bien sabía Ricardo Lagos, la política tiene una innegable dimensión material.

Esta decisión simboliza también una inflexión relevante en la historia reciente de la derecha criolla, pues implica una degradación del argumento tecnocrático. En otras palabras, la justificación del tren a Valparaíso es política, y no se agota en más o menos estudios técnicos o financieros. Los más ortodoxos lamentarán la herejía, pero cuesta negar que allí hay un aprendizaje. Además, estos anuncios le permiten al Gobierno salir (aunque fuera provisoriamente) de un pantano legislativo en el que tiene poco que ganar. Al haber puesto al Congreso en el centro de la discusión, el Ejecutivo le regaló a un puñado de parlamentarios un protagonismo exorbitante, lo que se agrava si recordamos el desorden opositor.

Quizás fue precisamente ese diagnóstico el que condujo al segundo aspecto relevante de la Cuenta Pública. En efecto, la propuesta de reducir el número de parlamentarios no solo conecta con un sentir popular (incomodando de paso a la oposición), sino que pone sobre la mesa la cuestión institucional y la crisis de confianza. Desde luego, nadie en su sano juicio espera que una simple reducción en el número de parlamentarios permita superar esas dificultades, pero el hecho político subsiste: hay una iniciativa concreta en torno a la cual iniciar la discusión. 

Con todo, la propuesta tendrá enormes dificultades en su camino. Por de pronto, cabe preguntarse si tiene alguna viabilidad. Después de todo, si aún no sabemos qué diablos sucederá con el bendito 4%, cuesta imaginar al Congreso llegando a acuerdos amplios en temas delicados. Por otro lado, la idea solo tiene titular, pero no toca el nudo del asunto, que guarda relación con el mecanismo para elegir a los parlamentarios. Allí reside la auténtica pregunta; y basta recordar lo ocurrido con la comisión Boeninger durante la primera administración de Michelle Bachelet: nadie estuvo dispuesto a ceder ni un milímetro de trabajo territorial. El binominal era malo, pero no tanto como para arriesgar cuotas de poder.

Ahora bien, parece evidente que el actual sistema electoral tiene deficiencias serias. Los actores políticos con alguna visión de largo plazo deberían tomar nota del fenómeno, pues no guarda relación con la orientación partidista del inquilino de Palacio. Desde hace años, nuestro país viene mostrando una preocupante tendencia al fraccionamiento. De hecho, el fenómeno ya había emergido bajo el binominal, y terminó de cristalizar en la última elección, que fue la primera con el nuevo sistema. En un contexto fragmentado, la acción de cualquier presidente se vuelve muy incierta. El sistema empieza a adquirir una peligrosa tendencia al bloqueo, como si esa fuera la única manera de hacer política. Una pregunta muy sencilla puede servir para ilustrar el problema: ¿qué figura podría contar con una mayoría parlamentaria en la configuración actual? ¿Qué perfil podría obtener un apoyo nítido para ejecutar su programa? La dificultad es relevante, porque un Ejecutivo paralizado tiende a diluir las responsabilidades. Estamos entrando en un círculo vicioso: instituciones poco eficaces son poco legítimas, lo que produce pérdida de eficacia, y así suma y sigue. Dicho de otro modo, el Parlamento no solo cumple una función representativa, sino que debe aportar en la conducción política. La idea no es solo acumular personalidades excéntricas y figuras de la farándula: también hay responsabilidades por asumir.

Naturalmente, la cuadratura del círculo no es fácil y —como puede verse— la cantidad de parlamentarios es casi un detalle. La iniciativa requerirá de una prestancia y de una habilidad negociadora que, hasta ahora, ha brillado por su ausencia. Además, esta administración ha tenido muchas “agendas prioritarias”. Por lo mismo, nada asegura que estas iniciativas, como tantas otras, pasen al olvido en función de tal o cual encuesta. Puede pensarse, de hecho, que estamos frente a una de las últimas oportunidades que tiene el Ejecutivo para fijar un rumbo, rayar la cancha y definir los términos de la discusión: si la oposición bloquea, revisemos entonces las reglas que lo permiten; y si el bloqueo persiste, los obstructores tendrán que dar explicaciones ingratas al país. El Gobierno lleva demasiado tiempo encerrado en un laberinto que tiene pocas salidas, y aquí parece estar una de ellas.