Columna publicada el 16.06.19 en El Mercurio.

Joaquín Lavín —nuestro sempiterno candidato presidencial— realizó una advertencia tras la fundación del Partido Republicano. En Chile, dijo, triunfan las posiciones moderadas, mientras que las más extremas están condenadas al fracaso. La afirmación es interesante, porque permite vislumbrar la estrategia que seguirá el alcalde de Las Condes de cara a la próxima contienda presidencial. Su domicilio político es el centro moderado, y su militancia en la UDI, un detalle biográfico sin mayor relevancia.

La tesis parece atendible. Después de todo, las grandes mayorías —indispensables para alcanzar el premio mayor— no están en los nichos radicalizados. Más bien, cabría decir que las masas sufren una despolitización creciente y, de hecho, miran con desconfianza la actividad pública. Nadie ha entendido eso mejor que el alcalde, y por eso prefiere los matinales a cualquier discusión de mayor alcance. Su máxima parece ser la siguiente: mis preocupaciones son idénticas a las preocupaciones de los chilenos, y nadie me moverá de allí.

Ahora bien, el argumento también denota cierta incomprensión del objetivo de Kast, que no se agota en la próxima elección. La apuesta del exdiputado juega en dos planos, estrechamente conectados entre sí. Por un lado, busca hacerse eco de la profunda crisis que aqueja a las democracias liberales, que no logran encauzar razonablemente las demandas populares. Si esa crisis llega a nuestras costas, ya sabemos quién cosechará sus (cuestionables) frutos. La segunda apuesta de Kast consiste en privilegiar la influencia sobre el poder, en la medida en que busca modificar las categorías del debate más que acceder a cargos formales. Su libertad de tono se funda en la correspondiente irresponsabilidad propia de quien mira desde afuera, y ese es el peligroso juego de los francotiradores. 

El argumento de Lavín no toca, ni de cerca, ninguna de esas dimensiones. No sabemos cuán lejos está Chile de la crisis que se vive en otras latitudes, pero nada hace pensar que el alcalde cuenta con herramientas para enfrentarla. Más inquietante aún, su discurso tiende a negar la pertinencia del fenómeno: siempre será más cómodo rescatar gatos perdidos que reflexionar sobre la situación y la viabilidad de nuestro sistema político. Lavín se convierte así, quizás sin advertirlo, en víctima de sí mismo. Su moderación consiste en una especie de ubicuidad política, que se mueve al vaivén del ruido ambiente. Esto le permite ser popular, pero al mismo tiempo tiene sus costos: por definición, los moderados no definen los ejes del debate. Pueden tener el poder nominal, pero deben someterse a un movimiento que no controlan. Como tantos otros en el mundo, Kast percibió esa grieta, y la trabaja con método y constancia. Ahora bien, enfrentar la amenaza objetiva que representa su discurso es una tarea ardua, y exige bastante más que apelar a una moderación sin contenido. En rigor, hace falta un proyecto político que pueda dar respuesta a las enormes dificultades que, tarde o temprano, deberemos enfrentar: un sistema político gastado y fragmentado, una economía estancada, clases medias vulnerables, y —no lo olvidemos— circuitos de pobreza extrema muy difíciles de romper.

En ese contexto, la situación de Lavín resulta engañosa. Es cierto que lidera las encuestas, y que no hay —hasta ahora— nadie que le haga el peso. La oposición parece haberse resignado a la derrota en la próxima presidencial (su actitud pasiva no admite otra explicación), y el mismo Gobierno admitió tácitamente esta semana que no tiene ni le interesa tener proyecto político (de allí el acotado e inexplicable cambio de gabinete). Sin embargo, la situación también tiene sus escollos. Aun suponiendo que el alcalde pueda superar un largo período de campaña evitando los temas complejos, las preguntas seguirán allí. ¿Con qué objeto quiere llegar al poder Joaquín Lavín? ¿Cómo piensa gobernar una sociedad marcada por la insatisfacción y la horizontalidad? ¿Qué diantres significa ser moderado en el Chile actual? En este preciso punto reside el negocio del nuevo Partido Republicano: ante cada indefinición del alcalde, ellos entrarán a golpear. Si se quiere, Joaquín Lavín es por lejos el mejor aliado de José Antonio Kast. Mientras más demore la derecha en percatarse del fenómeno, más terreno político (cuya equivalencia no es electoral) habrá cedido frente al exdiputado. De más está decir que el problema no atañe solo a Lavín, sino que debería preocupar también a todos los interesados en el futuro de la derecha. 

Hace tan solo tres semanas, la derecha francesa fue literalmente arrasada en las elecciones europeas. Presionada por sus dos costados, no encontró espacio alguno entre el Frente Nacional de Marine Le Pen y el progresismo liberal de Emmanuel Macron. Naturalmente, hay diferencias enormes entre ambos escenarios —Kast no es Le Pen, y Velasco no fue Macron—, pero el riesgo está allí, para quien quiera verlo: el vacío de unos siempre es aprovechado por otros.