Columna publicada el 27.06.19 en The Clinic.

Hasta que finalmente ocurrió lo que varios vaticinaban o derechamente temían: José Antonio Kast inscribió formalmente su nuevo partido –el Partido Republicano– ante el Servel. Armado con un escudo del Capitán América que le regalaron sus seguidores por la similitud de colores elegidos por el conglomerado (aunque son también evidentes los guiños al otrora partido pinochetista Avanzada Nacional), Kast terminó de dejar claro que no pretende pasar desapercibido. Y las inmediatas e indignadas reacciones en los medios son quizás la mejor prueba de ello.

Aunque a muchos disguste la aparición irreversible del ex diputado UDI en el panorama político nacional, lo concreto es que éste ha optado por la vía institucional, reconociéndose explícitamente como una alternativa democrática. Uno pensaría que este dato debiera ser razón suficiente para, al menos, calmar los ánimos de los más atemorizados. Sin embargo, pareciera que esto mismo es lo que a varios molesta. A pocas horas de la difusión de la noticia, distintas figuras aparecieron lamentándose en redes sociales, algunas llegando a declarar incluso que era un mal día para la democracia. Fanatismo, intolerancia, discursos de odio y otros adjetivos en la misma línea inundaron el biempensante mundo de Twitter, poniendo en evidencia uno de los principales puntos ciegos de nuestro debate público: disparar etiquetas descalificadoras, sin nunca llegar a analizar qué permite la aparición de aquello que tanto nos molesta. Porque lo cierto es que el movimiento de Kast existe y su convocatoria es efectiva. ¿De qué sirve entonces concentrarse en denunciar su peligrosidad, con el objetivo iluso de condenarlo al ostracismo y al silencio, en vez de mirar las condiciones reales que explican que su discurso se instale y movilice? Por lo demás, pocos alcanzan a darse cuenta (o no les importa) cómo a ratos terminan cayendo en la misma lógica que acusan en quien han identificado como su enemigo.

La dinámica que se genera en torno a la figura de Kast tiende a reproducir lo que ocurre a nivel mundial con el fenómeno populista: se reacciona como si el problema hubiera empezado con ellos. No se trata entonces de desconocer las dimensiones problemáticas que pueda haber en sus propuestas y en el modo en que las difunden, pero sí de aceptar que son también un reflejo de procesos que ya llevan bastante tiempo desplegándose, y en los que existen responsabilidades compartidas. Probablemente, un ejemplo paradigmático de esto sea el debate sobre seguridad y delincuencia. Se trata de una de las principales preocupaciones de la gente, que ocupa a menudo el primer lugar en las encuestas, y sin embargo la centro izquierda, hoy escandalizada con la dura propuesta de Kast, no logró como gobierno hacerse cargo de ella. Basta ver cómo hace algunas semanas Gabriel Boric reconoció la inexistencia en la izquierda progresista de un discurso que conecte con esta difundida inquietud ciudadana. ¿Por qué sorprendernos entonces de que emerjan, de pronto, posiciones más radicales para enfrentarla?

Si la clase política se hiciera cargo de esta dificultad, quizás se abriría un espacio de acción más eficaz que el de la mera indignación, discutiendo y confrontando alternativas diferentes para abordar problemas reales de las personas. Sin embargo, todo esto exige una autocrítica que hasta el momento pocos se han mostrado capaces de formular. Tal vez sea de ayuda volver sobre las poco auspiciosas cifras de la última encuesta CEP, que mostraron un elevado descontento en la ciudadanía y una muy alta desconfianza en las instituciones. Ellas debieran ser un indicador suficiente para reemplazar el escándalo por la humildad.