Reseña publicada el 05.05.19 en El Líbero.

El liberalismo en su lugar. Paul W. Kahn. Traducido por Jorge Contesse. Santiago: UDP, 2018.

¿Cómo explicar el creciente descontento con el liberalismo político y económico que ha copado la discusión pública de los últimos años? ¿Qué hay detrás de aquello que en el medio anglosajón se denomina “iliberalismo” o “antiliberalismo”? Esta clase de preguntas exige responder previamente a varias otras inquietudes. Entre ellas, cómo caracterizar el fenómeno liberal, quizá uno de los aspectos más complejos de toda esta discusión. El liberalismo en su lugar (publicado originalmente en 2005 como Putting liberalism in its place), de Paul Kahn, profesor de derecho de la Universidad de Yale, emprendió ese esfuerzo en un momento en que el mundo estaba más cerca de Al Qaeda y el 11 de septiembre que del Brexit o Donald Trump.

Para avanzar en esta pregunta, Kahn busca mirar más atrás de los fenómenos geopolíticos, económicos e incluso ideológicos de las últimas décadas. Pensemos en un dato sencillo: el interés de sus alumnos por Carl Schmitt, afirma Kahn, ha crecido en la misma medida en que ha disminuido su interés por John Rawls. Si Schmitt podía afirmar a fines de los años 20 que en el liberalismo no hay más que una “crítica liberal de la política” –el  vano intento por escapar del conflicto originario entre “amigo” y “enemigo”, refugiándonos en el derecho y el mercado–, Rawls afirmó la libertad de cada individuo para decidir su propia concepción de lo bueno de un modo que rememora intensamente la narrativa norteamericana del pluralismo: aquella sociedad construida sobre “los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Es necesario reexaminar las categorías que usamos para interpretar estos fenómenos.

Nos interpelen o no los valores de la democracia liberal y la economía de mercado que prevaleció a fines del siglo XX –la misma que para Fukuyama significaba el “fin de la historia”–, Kahn denuncia el fracaso fundamental de la “teoría política liberal” en comprender qué es lo esencial de dicho régimen. En sus palabras, “la teoría liberal no comprende los sentidos dentro de los cuales se despliegan las prácticas y creencias liberales” (p. 12), prácticas que constituyen la “moralidad liberal de los derechos humanos”. Si bien Kahn quiere vincular este fracaso intelectual con la experiencia histórica norteamericana, es claro que esta “moralidad liberal” no es exclusiva de Estados Unidos y que su trabajo quiere decirnos algo sobre el fenómeno liberal en su totalidad. Si efectivamente existen aspectos de la realidad que los teóricos del liberalismo han perdido sistemáticamente de vista, y dichos aspectos constituyen partes cruciales de la experiencia humana, necesitamos entenderlos para que una teoría política del liberalismo constituya realmente una teoría liberal de lo político.

Razón, interés y voluntad

¿Cuál sería el error fundamental de estos teóricos? Básicamente, su comprensión del pueblo soberano y el Estado moderno –elementos centrales de una sociedad construida a partir de premisas liberales– que arranca o bien de la razón o bien del interés, excluyendo la categoría de la voluntad. Desde luego, esta idea es contraintuitiva, porque tanto la razón y el interés parecieran converger (mediante el contrato) en una formalización y estabilización de nuestra voluntad. Y ambos planos remiten a instituciones que nos parecen inmensamente familiares, donde la voluntad se representa como predominante: el contrato social (y el derecho), por el lado de la razón, y el intercambio en el mercado, por el lado del interés. ¿En qué sentido, entonces, habrían excluido la voluntad?

La disyuntiva entre razón e interés sólo expresaría una polaridad entre lo universal y lo particular: si lo racional reclama cierta validez precisamente porque hace abstracción de la subjetividad, nuestros intereses sólo son ciertos desde nuestra particularidad. La voluntad nos conecta, en cambio, con una historia de la que somos partícipes, que no es pura abstracción pero tampoco es un reflejo de la mera subjetividad, y hace posible aquella “atracción erótica hacia una comunidad transgeneracional, expresada en la idea de un pueblo soberano” (p. 12). Esta comunidad, de hecho, es la que funda aquellos “valores liberales” de los que la teoría liberal no sabe dar cuenta; y los legitima, les da validez.

El objetivo, entonces, es “rastrear la arquitectura y la genealogía de la voluntad como una fuente de sentido histórico” (p. 12). En efecto, esa comunidad –contra la narrativa que ella hace de sí misma– necesita fundarse sobre la gracia, el amor y el sacrificio; y es precisamente eso lo que el “lenguaje de la voluntad” captura a la perfección. La investigación “genealógica” de Kahn busca mostrar cómo la voluntad subyace, pese a haber sido desterrada por la teoría política, a la sociedad liberal. Esta remisión, de hecho, es lo que explica en qué sentido nuestras comunidades políticas se inscriben en la “genealogía cristiana” constitutiva de la cultura occidental: es necesario “rastrear la manera en que la historia del pueblo soberano ha desplazado (y a la vez, ha tomado prestado de) el carácter revelador del Dios judeocristiano” (p. 41). Es ante este tipo de afirmaciones que la obra de Kahn se revela explícitamente como un trabajo de teología política.

A la vez, eso nos permitirá, piensa Kahn, comprender el carácter “erótico” (relativo al deseo, al amor) de la comunidad política; el dato fundamental de que “el Estado nos reclama de un modo que percibimos como de sentido último”. Y es que “para comprender esta experiencia se necesita más que la concepción que el filósofo tiene de la razón o el economista del interés; y, por cierto, más que la idea comunitarista de la comunidad: no cualquier comunidad puede exigir sacrificio” (p. 41). El sacrificio (o la ausencia de reflexión sobre él) es ciertamente uno de los fenómenos que, a juicio de Kahn, más resalta los defectos de la teoría liberal contemporánea. Pensemos en la centralidad que la pregunta sobre el sacrificio adquiere en el contexto de la sociedad norteamericana en guerra contra el “eje del mal” del Medio Oriente, según la expresión acuñada por George W. Bush. La “demanda por sacrificio” debe satisfacer “un conjunto de significados políticos”, una “identificación política” con los fines del Estado. Esto no es inconsistente, aclara Kahn, con la adopción por parte del Estado de la “moralidad liberal de los derechos humanos”; pero sería un error “pensar que el propósito universal de tales derechos elimina el carácter político de la comunidad que los adopta como suyos” (pp. 375-376). De hecho, esto es central en la experiencia norteamericana, piensa Kahn, pues ahí el imperio del derecho (y su consiguiente “moralidad liberal”) ha sido fundado sobre el pueblo soberano.

Esta clase de prioridad que el Estado-nación moderno puede reclamar sobre sí es descrita por Kahn como la “autonomía de lo político” (pp. 326 ss), la idea moderna de que, en cierto sentido, el Estado debe ser concebido como principio y fin de sus propias acciones y representaciones. Kahn incluso afirma que eso exige entender al Estado “como su propia causa” en distintas dimensiones, basadas en la comprensión aristotélica de la causalidad. Los ciudadanos deben verse como la “encarnación material del soberano” (causa material); deben creer que las “decisiones deliberativas” constituyen al Estado como “la fuente autónoma de su propia construcción” (causa eficiente); deben concebir su “carácter formal como expresión de su propio ideal de razón política” (causa formal); y no deben entenderlo como “un medio para fines no políticos” (causa final) (p. 354).

Un mundo postpolítico

Es en este punto, cercano al final del libro, donde Kahn empieza a tomar más riesgos, formulando predicciones sobre las posibles “líneas de fractura” del Estado-nación moderno. Pues si la autonomía de lo político reposa sobre estas cuatro dimensiones, el debilitamiento de cualquiera de ellas es capaz de gatillar su desaparición en cuanto estructura de significado. En efecto, “quizá estén emergiendo las condiciones de un sistema liberal, un orden postpolítico despojado de su vínculo con la soberanía popular”. Dicho orden tendría como preocupación central los “principios [que] debieran determinar la estructura básica del ordenamiento jurídico”. Eso lo haría especialmente apto para “una época crecientemente caracterizada por la fluidez de sus formas de representación”, una posibilidad que el mercado ya encarnaba pero puede llevarse aún más lejos mediante internet (pp. 356-357). Así, este mundo viviría una tensión entre fluidez y estabilidad en cuanto elementos que erosionan la autonomía de lo político, o al menos la reconfiguran significativamente. Las redes sociales hacen posible una “fluidez de la identidad” que en el mercado siempre está limitada en función de la riqueza.

Hay al menos tres tendencias, sin embargo, que desafían la fluidez de los mercados y las redes sociales, en la medida en que intentan perfilar “identidades sustantivas” en el mundo post político: la familia, la religión y el multiculturalismo. La familia revive el ideal romántico, la fe se privatiza y ocurre un florecimiento de la etnicidad. En la vida de los individuos, estos ideales no ocupan ni el lugar tradicional del trabajo ni el lugar tradicional de la política. En esa medida, replantean la pregunta sobre el sacrificio, pues en estas sociedades éste no parece siquiera semejante al del Estado-nación.

Kahn rechaza, sin embargo, que éste sea realmente un mundo postpolítico: por mucho que “el contenido de nuestra vida política parezca crecientemente multicultural y que hablemos el lenguaje de los derechos humanos […] nuestra dedicación política a ese contenido se mantendrá tan firme como siempre: no una despolitización del mundo, sino una reformulación de la política de valores finales, la que en buena medida ya ha ocurrido” (pp. 373-374). Y por mucho que Occidente se dirija a una “política de lo antipolítico” (p. 374), no es claro que el resto del mundo tenga las mismas condiciones sociales, técnicas o culturales para emprender un proceso así. Las complejas relaciones entre elementos globales y locales, entonces, seguirán siendo fuentes de tensión. Kahn, en suma, piensa que es demasiado temprano para diagnosticar la muerte de la política, aun cuando el Estado-nación ya no sea (en Occidente) su forma dominante.

Este final es particularmente interesante, pues sugiere que los cuestionamientos recientes al liberalismo no tienen por qué significar algo así como una abolición de la “moralidad liberal de los derechos humanos”. No se trata tampoco de una mera cuestión de fundamentación, sino de entender un conjunto de prácticas en el marco de comunidades que les confieren sentido y las entienden como parte de su agencia colectiva. En esa medida, Kahn entiende bien cómo el creciente particularismo de la vida en conjunto (en la familia, la religión y la etnicidad) puede convivir con los sistemas abstractos e impersonales de las redes sociales y los mercados globales, tutelados por un sistema transnacional de derechos humanos. Pero Kahn no parece aventurar si acaso esto no altera el carácter, o incluso el contenido, de dicha “moralidad liberal”. Inserta en esta especie de nicho ecológico, ¿esa moralidad sería la misma?

También podemos preguntarnos si, a la luz de las nuevas relaciones entre fluidez y estabilidad, lo universal y lo particular, lo abstracto y lo concreto, conserva algún sentido la distinción entre izquierda y derecha, particularmente en cuanto cada una desarrolla tensiones propias entre fluidez y estabilidad. No es claro cómo la derecha podría representar la desconfianza en lo abstracto favoreciendo la expansión indefinida del mercado, cuyas consecuencias nocivas considera triviales mientras escapen al plano de la técnica; o cómo la izquierda quisiera ser abstracta diluyendo las identidades grupales en más y más particularismos que no quieren tener nada en común. Si la distinción conserva algo de valor, Paul Kahn ciertamente tendrá algo que decir en estos debates.