Columna publicada el 22.05.19 en The Clinic.

Tras una acusación anónima de abuso sexual en medio de la campaña FEUC 2018, el caso del excandidato gremialista José Ignacio Palma tuvo un giro inesperado. Un reportaje recién publicado por El Mercurio reveló que la acusación fue inventada por un estudiante de derecho, exmilitante gremialista expulsado del movimiento, quien actuó por venganza.

El caso pone de relieve las tensiones internas de un modo cada vez más común de enfrentar las denuncias de abuso sexual el último tiempo, pues es evidente que Palma experimentó un inmenso castigo social cuando ni siquiera ocurrió la agresión que se le imputaba. Esta nueva ola, motivada en su origen por una notoria ineficacia de los procedimientos en múltiples instancias y una fuerte presión social sobre las víctimas, reclama justicia por medio de la exclusión total del (presunto) culpable, mediante funas, shitstorms y estrategias similares. En nombre de la víctima, estos colectivos se enfrentan al agresor, no mediante el castigo físico, sino a través de una especie de ostracismo apenas sometido a alguna forma de institucionalización o reglamentación. Una intimidación que trasciende distintos ámbitos y espacios y relega toda investigación a un segundo plano.

Esto plantea, sin embargo, varios problemas. Sabemos que la justicia con la víctima no es equivalente a cometer una injusticia con el victimario. Parte del problema es que aquí también se ha puesto en entredicho qué significa ser justo con la víctima. Somos herederos de un sistema que no se ha tomado en serio a las víctimas en materia de abuso sexual, y es bueno que ahora seamos muchísimo más exigentes. Pero nuestra reacción se ha convertido en una identificación completa con la víctima, y especialmente con su sufrimiento: la reacción en contra de los responsables tiene la forma de una retribución, que recuerda al análisis de Durkheim sobre la transgresión de la conciencia moral del grupo. La respuesta es desmesurada precisamente porque el daño que experimenta la víctima es así, desproporcionado.

Pero no es claro que esta actitud sea justa con la víctima o siquiera que nos permita poner los problemas en perspectiva. Si adoptamos el sufrimiento de la víctima como el único criterio para definir algo como resuelto, definitivo, perdemos de vista que no son sólo sus términos los relevantes para definir si ocurrió o no una injusticia. La estrategia de la funa pierde esto de vista sistemáticamente, porque su modo de operar presupone que todo lo relevante está decidido desde que la víctima decide denunciar. La virtud de los procesos judiciales –con sus formas y procedimientos propios– es que nos permiten despersonalizar los casos y mirarlos con distancia, además de revelar, en la medida de lo posible, arbitrariedades como lo ocurrido con José Ignacio Palma. La identificación con la víctima nos distrae de algo fundamental: nosotros no somos víctimas, y es por eso que tenemos deberes tan fuertes con ellas; entre ellos, sostener instituciones que permitan examinar las agresiones bajo condiciones justas. Tras vivir mucho tiempo con una sensación permanente de injusticia, esto es algo difícil de aceptar, pero hay que hacer el esfuerzo. De lo contrario no haremos más que reproducir los mismos términos, dejando otra vez a las víctimas al final de la fila.