Columna publicada el 14.05.19 en El Líbero.

La acalorada discusión en torno a la reforma laboral nos conduce a pensar en una serie de problemas estructurales que la anteceden. Si bien la flexibilidad o la rebaja en la carga semanal y mensual son modificaciones importantes, pareciera haber una cuestión más de fondo en juego. Ella remite a tensiones inherentes a nuestra forma de organización política. Como dice Patrick Deneen –autor de ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, que visitará Chile a comienzos de junio–, el orden liberal ha dejado al individuo a merced de ciertas herramientas que supuestamente iban a liberarlo (como la tecnología). La dinámica tiende a reivindicar los vicios que provoca y, sabiendo que las cosas son diferentes, nos quiere hacer creer que no existen límites ni imposibles.

En este sentido, los discursos que se construyen alrededor del trabajo sirven para ver lo incrustada que está la lógica del exceso. El ambiente laboral suele estar lleno de frases motivacionales que evidencian cómo la sobrecarga tiende a asimilarse al desarrollo personal. No hay tope para tus sueños, desafía tus límites, nada es imposible, son algunas de las premisas de quienes, a través de pensamientos imputados a Gandhi o Borges –dudoso honor–, venden una idea de que podemos controlar lo incontrolable.No hay nada más contradictorio que estar deprimido y que te obliguen a creer que la felicidad es una simple decisión, o estar con varios kilos de más y que alguien toque tu hombro y te diga que para subir el Everest solo debes proponértelo.

Para quienes sufren  las consecuencias de un trastorno mental, por ejemplo, esto puede significar un doble peso: no solo cargan con su enfermedad, sino también con un imperativo social que los culpa por no poder ser felices. Otro aspecto problemático de estas máximas es la frustración que provocan en aquellos que no logran entrar en la dinámica competitiva que proponen. Así, la publicidad (“just do it”) y los medios de comunicación les recuerdan constantemente que son perdedores, que no pudieron hacerla, que no lograron ser sus propios jefes ni jubilarse a los 40. Tienen rabia. El banco les pide un riñón a cambio de un crédito, los llaman tres veces al día para cobrar las cuotas de una lavadora que ya no funciona, viven con la incertidumbre del recorte presupuestario mensual. A todos ellos no podemos seguir diciéndoles que lo necesario para la plenitud se encuentra al otro lado del miedo. ¿Cómo no van a tener miedo?

Si uno mira los índices de depresión y otras patologías relacionadas con lo laboral, puede intuir que el filósofo coreano Byung-Chul Han no anda descaminado cuando dice que somos sujetos que no enfermamos por exceso de responsabilidades, sino por el imperativo de rendir desproporcionadamente. De esta manera, la sobrecarga se transforma en una autoexplotación que puede ir acompañada de una falsa sensación de libertad (“puedes hacer TODO lo que te propongas”). Uno se revienta a sí mismo y cree que está realizándose: víctima y verdugo, dice el coreano, dejan de diferenciarse.

Basta ver cómo opera la dinámica en ciertos rubros. En consultoras financieras, agencias de publicidad y estudios de abogados, cerrar la oficina de madrugada es sinónimo de algo así como ponerse la camiseta de la empresa (de sus dueños y accionistas, en rigor). De hecho, hay gente que pareciera sentirse orgullosa –algunos incluso se jactan– de los estragos físicos de su estrés, como si infartos y desmayos fueran los trofeos de una guerra contra sí mismos que ya tiene olor a triunfo (“si te caes es para levantarte”).

Sin embargo, ¿podemos esperar resultados demasiado diferentes? Como señalamos en un comienzo, no es posible extraer nuestros problemas laborales de asuntos más profundos. La cultura del trabajo –que premia el exceso y la autoexplotación– no nace en el vacío, sino que se alimenta de una filosofía que, como dice Deneen, ha dejado al individuo solo e impotente frente a un sistema que produce triunfadores y perdedores sin misericordia. Dicho de otro modo, la relación entre el hombre y su trabajo muestra que en nuestras laureadas democracias liberales queda mucho paño que cortar.