Columna publicada el 05.05.19 en El Mercurio.

La carta enviada por cinco gobiernos (Chile, Argentina, Paraguay, Brasil y Colombia) a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos generó una airada respuesta por parte de la oposición. Según este sector, la misiva involucra una crítica inaceptable al sistema internacional de derechos. El compromiso con los DD.HH. no admite cuestionamiento, y la carta reflejaría una peligrosa regresión (no faltaron las alusiones rituales a la dictadura).

Con todo, no hay nada en el texto que justifique tal reacción. No hay amenazas de salida del sistema ni frases destempladas. De hecho, la misiva afirma que se busca mejorar el funcionamiento de la Comisión y de la Corte “de cara a los desafíos del siglo XXI”. Asimismo, se dice que “los Estados gozan de un razonable margen de autonomía”, y se destaca “la importancia del debido conocimiento y consideración de las realidades de los Estados por parte del sistema interamericano”. Se trata, en suma, de recordar que las judicaturas internacionales no pueden ejercer su potestad pasando por encima de la deliberación de cada comunidad. Nada más, ni nada menos.

¿Qué puede explicar, entonces, la virulencia en la respuesta? ¿Por qué el mero recuerdo de algunos principios elementales provoca tal nivel de rechazo? En rigor, todo indica que el sistema internacional de derechos ha ido adquiriendo un carácter dogmático. Por lo mismo, su defensa se convierte en una cuestión de fe: la carta no fue leída ni razonada, sino simplemente tratada como merece ser tratado cualquier texto herético. De allí que los defensores del sistema nieguen de plano la existencia de eventuales fallas, porque no se acepta la crítica. Se opta por un registro puramente moral que excluye toda discusión. No hay otro modo de explicar el maniqueísmo implícito en la argumentación: acá estamos los puros (quienes defendemos los DD.HH.) y, allá, los malos (que osan negar los DD.HH.). Pero, ¿cómo discutir con gente malvada? ¿Dónde queda la legítima discrepancia política?

Sobra decir que la actitud de estos creyentes no es muy razonable. Guste o no, la carta pone sobre la mesa un asunto delicado, y respecto del cual deberíamos reflexionar antes de anatematizar. En efecto, el equilibrio entre el principio democrático y las judicaturas internacionales es cada vez más frágil, y eso tiene complicados a muchos países. No se trata de negar la relevancia de los derechos fundamentales, pero hoy prima una visión inflacionaria que entra en natural tensión con la soberanía nacional. Además, se tiende a imponer una lectura unívoca de un catálogo muy amplio de derechos. La propia Corte Interamericana ha sido invasiva, y no trepida a la hora de intervenir en casos que merecerían mayor deferencia.

Por mencionar un ejemplo, la Corte ha ido impulsando poco a poco el matrimonio homosexual, sin advertir que —en ese tema— existen legítimas diferencias antropológicas y políticas que los jueces no están llamados a zanjar. Esto cobra aún mayor relevancia si le asignamos algún valor a la deliberación política; y la famosa carta puede ser leída como un (tímido) intento por rehabilitar dicha instancia. La izquierda lleva años lamentando la pérdida de agencia política del pueblo, pero no tiene inconvenientes en ceder esa agencia a jueces. La dificultad estriba en que la concepción dominante de los derechos encarna la negación misma de la política. Siempre será más fácil convencer a un grupo reducido de jueces que seguir el largo y tortuoso camino democrático. Así, un instrumento cuyo fin era proteger los derechos humanos básicos puede terminar anulando la instancia política. No es seguro que sea un buen negocio.

Alguien podría objetar que la delimitación de ámbitos es difícil, y no le faltaría razón. Pero hay una cosa segura: la demarcación no puede ignorar la dimensión política. La legitimidad de las leyes (y de las decisiones judiciales) sólo puede entenderse al interior de una comunidad. Las leyes —y los fallos que las aplican— nos obligan porque han sido adoptadas dentro de un marco democrático. Fuera de ese cuadro, las decisiones pierden densidad. Cuando Montesquieu pensó la separación de poderes, nunca imaginó que uno de ellos pudiera situarse fuera de la comunidad, porque entonces ya no habría contrapeso posible. Las judicaturas internacionales deberían ser muy conscientes de la fragilidad de su situación: al intervenir en exceso, horadan su legitimidad y, de paso, ponen en riesgo el sistema que protege los derechos fundamentales.

Después de la caída del Muro, muchos pensaron que el mundo avanzaba hacia un orden global, que dejaría atrás las soberanías nacionales. Así, el cosmopolitismo se confortó en la idea de que un derecho moralizante (de carácter universal y abstracto) podría reemplazar la deliberación política (necesariamente particular). Ese error le ha costado muy caro al progresismo, que carece de herramientas para comprender las tensiones que hoy aquejan al mundo. Dicho de otro modo, la izquierda no saldrá de su extravío mientras persista en pensar desde la moral aquellas realidades que deben ser pensadas desde la política.