Columna publicada el 08.04.19 en El Mercurio.

El diálogo sostenido entre el Gobierno y los partidos de oposición sólo vino a confirmar que el ambiente político está particularmente volátil. Aunque siempre es positivo mirarse las caras, la sensación es que nada de esto sirvió demasiado. Hubo luces, palabras de buena crianza, declaraciones cruzadas y rostros adustos, pero poco más. Esto no debe extrañar: la izquierda está tan desarticulada que conversar con ella bien puede ser estéril. Nadie encuentra orientación conversando con un extraviado. Para peor, todo indica que esta situación no tiene vuelta en el corto plazo: la oposición no tiene liderazgos ni proyecto, y ni siquiera hay ganas de explicitar honestamente las diferencias (que son leídas desde la traición). Así las cosas, sólo queda una vaga (e inconducente) voluntad de obstruir. Por lo mismo, el diálogo acaba siendo inútil, pues no hay objetivos ni propósitos definidos.

En este contexto, resulta sorprendente la falta de iniciativa política por parte del oficialismo, que no sabe muy bien cómo reaccionar frente a este marasmo. En rigor, el escenario está abierto y lleno de oportunidades, y, sin embargo, la derecha no logra capitalizar para sí el vacío. Desde luego, no faltan los anuncios ni las medidas en los temas más variados, pero entre ellos no se observa un hilo conductor que permita articular un diálogo, o una voluntad. Aunque suene paradójico, la agitación del Ejecutivo no alcanza a disimular su inmovilismo de fondo. Prefiere la comodidad de un escenario estático y favorable al riesgo involucrado en el movimiento.

Lo señalado cobra aún más relevancia si consideramos que los tiempos políticos son muy acotados. Guste o no, las elecciones municipales marcarán el inicio de la carrera presidencial, y eso deja 18 meses de plazo efectivo para marcar un rumbo. Más aún: estos meses serán decisivos en la huella que deje el mismo Presidente Sebastián Piñera. Tras haber logrado la proeza —inédita en la historia de la derecha chilena— de ganar dos elecciones presidenciales, ahora enfrenta el difícil desafío de cerrar bien tanto la época que protagonizó como su propia trayectoria política. ¿Cómo quiere ser recordado en el futuro el Presidente Piñera?

Me parece que tomarse en serio ese desafío implica asumir que la estrategia utilizada hasta aquí está agotada. La instalación ya pasó, los traumas vinculados al primer gobierno quedaron atrás, y llegó la hora de fijar un discurso y una estrategia que consoliden lo realizado. Esto exige, a su vez, un diseño muy cuidadoso, porque el margen de error es cada vez más escaso. Cada semana que pasa sin avanzar en la construcción de ese discurso equivale a una semana irremediablemente perdida. Dicho de otro modo, el Gobierno no puede seguir postergando el inicio del segundo tiempo: el reloj ya no corre a su favor.

La primera exigencia de esta segunda etapa tiene que ver con la figura presidencial. El primer mandatario debe abandonar cuanto antes la micropolítica, y concentrarse exclusivamente en dos o tres temas prioritarios. Es cierto que su fuerte es la gestión y la capacidad para procesar información, pero todo indica que una excesiva atención en esos aspectos le impide adquirir altura y distancia. En otras palabras, Sebastián Piñera ya demostró que sabe administrar, pero ahora le toca demostrar que también sabe presidir. El equilibrio no tiene nada de fácil, pero es crucial al menos tenerlo en el horizonte. El primer mandatario debe exponerse menos, ser más selectivo y, en definitiva, alejarse de las minucias cotidianas que sólo lo enredan en polémicas de bajo calibre.

Naturalmente, esto implica un reforzamiento serio del equipo ministerial. Este segundo tiempo requiere aptitudes muy específicas: hace falta mucha más política en el gabinete, sobre todo en la primera línea. Por un lado, eso permite proteger al Presidente de la coyuntura diaria: ministros poderosos y con oficio despejan la cancha. En rigor, si el primer mandatario se ve obligado a multiplicarse por doquier, es precisamente porque tiende a llenar los vacíos que dejan sus ministros. Por otro lado, los políticos experimentados son capaces de transmitir un mensaje claro y nítido, sin perderse en los detalles. De más está decir que, en esta materia, el Gobierno está al debe, pues tiene pocos rostros dispuestos a clavar banderas, correr riesgos y avanzar. Por último, un gabinete de primera división es una señal clara de unidad y de trabajo en equipo.

La derecha vive un momento histórico, que difícilmente se volverá a repetir. Ganó con tranquilidad la última presidencial, enfrenta una oposición sin proyecto ni discurso, tiene partidos ordenados y cuenta con altas posibilidades de darle continuidad al actual gobierno. No obstante, la historia está plagada de farras y despilfarros. El oficialismo cargará con una pesada responsabilidad histórica si permanece impávido. Como bien enseñaba Maquiavelo, la política es siempre movimiento, y aquellos que no lo asumen terminan moviéndose por fuerzas que no controlan ni manejan: allí reside todo el dilema.