Versión escrita de la presentación del lanzamiento del libro Democracia y Políticas Públicas: Aportes y propuestas para Chile, del CED.

Democracia y Políticas Públicas: Aportes y propuestas para Chile responde a un objetivo que los editores especifican con claridad al comienzo del texto: promover y sistematizar el diálogo y la deliberación entre jóvenes y expertos sobre políticas públicas para el país. Se trata de un objetivo relevante, pues, como sabemos, nuestras complejas y cambiantes sociedades requieren que de forma permanente se revisen las prestaciones con las cuales el Estado intenta mejorar sus vidas. Sin embargo, existe una preocupación mayor detrás de esta iniciativa, y que a mi juicio le da una especial fuerza al libro. Ésta consiste en la necesidad de fortalecer y proteger la democracia y sus valores, en el marco de un contexto nacional e internacional donde ella ha entrado en cuestión, con el gatillamiento de diversos procesos de deterioro y crisis. Es lo que algunos han llamado “explosión populista” y que pareciera, a ratos, estar poniendo en jaque al régimen político que ha predominado en las últimas décadas en Occidente. Esto creo que le entrega al libro un sentido de urgencia, y es lo que también explica que los autores sean exclusivamente los jóvenes y no los académicos expertos que también participaron en los seminarios donde estos artículos se discutieron por primera vez. Serán ellos –y me atrevo a decir nosotros– los que tendrán como generación el desafío y la responsabilidad de cuidar la democracia.

Además del sentido de urgencia, me parece que esta preocupación por proteger y fortalecer la democracia –lo que los editores también llaman “el cuidado de la casa común”– permite recordar que la reflexión sobre las políticas públicas no se puede reducir a una discusión exclusivamente técnica. Si así fuera, bastaría con que el análisis se circunscribiera a aquellos especializados en cada una de sus materias. Lo que se espera en la invitación inicial de este libro, en cambio, es que la discusión se dé en términos propiamente políticos, abordando preguntas sustantivas que necesariamente afectan la formulación y aplicación de la política pública. El desafío entonces no es sólo pensar mecanismos para mejorar o hacer más eficientes las prestaciones del Estado, sino preguntarnos por sus fundamentos, por su legitimidad o por su justificación; plantearnos la pregunta de si acaso están respondiendo a las demandas de justicia, al bien común o al cuidado de la dignidad de las personas. En ese sentido, los autores de este libro son llamados como expertos, en primera instancia, pero sobre todo como ciudadanos, y el diálogo que esperan que se genere es uno abierto a todos.

Así, me parece que este libro es una suerte de interpelación, y los artículos que lo componen constituyen el esfuerzo por responder a ella. Quisiera ahora, por mi parte, usar este espacio para mostrar en qué medida esas respuestas son exitosas o, mejor dicho, logran ponerse a la altura del desafío que se les planteó. Para ello, me interesa dar cuenta de cómo la lectura del libro permite reconocer no sólo un diagnóstico compartido, sino también la identificación de principios relevantes que, más allá de las diversas posiciones y culturas políticas de las que cada uno proviene, parecieran fundamentales para el desafío de construir una sociedad más justa (y, por ende, de proteger la democracia). Hago este ejercicio pues pienso que sólo en el marco de un horizonte compartido, con independencia de nuestras legítimas y necesarias diferencias, podemos empezar a responder a la importante solicitud que inspira este libro.

Un diagnóstico compartido

Me atrevería a decir que todos los autores, desde sus respectivos temas, intereses y posiciones, tienen en común el reconocimiento de la existencia efectiva de lo que se ha llamado “malestar” en la sociedad chilena, y que ha sido descrito, entre otros, por el PNUD en sus sucesivos informes desde 1998 en adelante. En ese sentido, la reflexión de cada artículo, de forma explícita o implícita, está inspirada en el dato de que existe un descontento del cual hay que hacerse cargo y que obliga a revisar las políticas específicas en las que cada uno se desenvuelve. No pretendo describir en detalle ese malestar, sino ocupar los mismos términos con los cuales los autores van construyendo ese diagnóstico compartido, y que está a la base de los aspectos que cada uno problematiza. Los primeros 5 capítulos del libro están orientados a la discusión de algunos de los elementos constitutivos de nuestro ordenamiento político: Constitución, Estado, ciudadanía, democracia, partidos políticos. Este énfasis transversal en esta primera parte del libro explica que compartan de forma más evidente la descripción de los problemas actuales de nuestra sociedad. Crisis de representación y legitimidad, baja participación y despolitización, burocratización y desconfianza institucional, emergencia del populismo; todas ellas atraviesan las inquietudes de los autores.

Para ser más específica, me detengo en algunos ejemplos. Analizando los límites de nuestra Constitución, en el primer capítulo Esteban Szmulewicz describe una democracia elitista en nuestro país, que redunda en insuficientes espacios de deliberación, asociación y participación. Esto parece especialmente problemático si consideramos que uno de los motores tras los movimientos populistas ha sido la denuncia de la exclusión de temáticas relevantes para la ciudadanía, así como de instancias efectivas para discutirlas. Claudia Sarmiento, por su parte, observando el debate constitucional, da cuenta de los problemas de legitimidad que, con independencia de las respectivas posiciones, es necesario considerar. Preocupada por la modernización del Estado, Isabel Aninat evidencia, de manera breve y descriptiva, los efectos problemáticos de una burocracia obsoleta o ineficiente, que en la práctica redunda en un mayor quiebre y distancia de las personas con las instituciones. En este último sentido, me parece muy interesante la reflexión sobre la crisis de los partidos políticos de Claudio Pérez, pues introduce la fundamental pregunta acerca de la siempre tensa relación entre las operaciones del Estado y la ciudadanía. Relación que él describe como el alejamiento o desvinculación existente en la actualidad entre los partidos y la gente. A mi juicio, aunque pueda ser hoy un problema de mayor urgencia, esa vinculación compleja constituye un desafío permanente para la democracia y el sistema político y parece fundamental incorporarlo en esos términos, como algo que debe revisarse a cada momento. Por otro lado, el original ensayo de Guillermo Marín y Adita Olivares sobre el papel de las emociones en la vida pública, pone en evidencia la resistencia de la política formal a mirar dimensiones que no le gustan o a las que prefiere renunciar. Y, sin embargo, no mirar las emociones, no elaborarlas reflexivamente explica, al menos en parte, el éxito de líderes populistas que no tienen reparos en apelar a esa dimensión (y en tomársela en serio).

La segunda parte del libro incorpora nuevos elementos, derivados del análisis de problemas aplicados de política pública: educación, vivienda, pensiones, delincuencia. Teniendo también a la base la existencia del malestar en la sociedad chilena, no extraña que todos los autores de esta sección coincidan al denunciar –en medio de los indudables avances materiales de las últimas décadas– la desigualdad, la exclusión, la segregación, la marginalidad. Y, aunque muchos no quieran reconocerla, también la persistencia y reaparición de la pobreza, como bien muestran Pablo Flores y Gonzalo Rodríguez en su capítulo sobre la realidad de los campamentos en las ciudades de Chile. Tanto el capítulo de Mauricio González y Andrea Heredia sobre el sistema de pensiones, como el trabajo de Benjamín Ulloa y Norma Villanueva sobre la teoría del desistimiento en el debate sobre la delincuencia, problematizan con audacia los límites de la lógica individual y meritocrática que predomina en nuestra sociedad y también en la acción estatal. Logran dar cuenta de la aún insuficiente consideración del contexto y los determinantes sociales a la hora de explicar las trayectorias de las personas, así como de la soledad en la que figuras vulnerables y marginadas como los adultos mayores y los presos se encuentran. En sus capítulos, muestran también cómo el desconocimiento de esas realidades redunda luego en los procesos de crisis de legitimidad y descontento actualmente en curso. Por su parte, Alionka Miranda, Vanessa Orrego y Joaquín Walker en su texto sobre educación parvularia y Angélica Bonilla en su crítico análisis de los Liceos de Excelencia, vuelven a recordarnos cómo el debate político deja a menudo de lado a los grupos y temas que, paradójicamente, debieran ser prioritarios.

Del diagnóstico a las propuestas: políticas públicas al servicio de la “casa común”

La lectura sucesiva de los capítulos permite construir un diagnóstico del Chile actual particularmente crítico. Pero, así como los autores no temen identificar esos elementos problemáticos, tampoco evaden la formulación de propuestas ni la defensa de principios que permitan seguir cuidando y fortaleciendo esta “casa común”. Quisiera volver a hacer uso de los conceptos levantados por los mismos autores para describir sus propuestas. Quizás por deformación profesional, uno de los primeros elementos que identifiqué fue el énfasis de varios autores en la importancia del diálogo. No se trata de una mera afirmación de principios, sino del intento por buscar mecanismos concretos para generarlo y por ser los mismos autores expresión de ello. Me parece que esto queda especialmente claro en el trabajo de Sarmiento, que al distinguir entre para qué y cómo generar una nueva constitución (que en el fondo es la distinción entre la justificación y el procedimiento de una política particular), explicita su propio intento por tomarse en serio las posturas contrarias, y por lograr generar un debate real que, hasta ahora, parece no conseguirse. En el fondo, se trata del esfuerzo por mostrar que, a la defensa de un argumento o una posición, la debe anteceder la conciencia de que existen otras interpretaciones en pugna legítimas que deben ser consideradas. Esta preocupación por el diálogo y la deliberación está también detrás de propuestas como las de Szmulewicz, orientadas a fomentar una participación política que vaya más allá del voto.

Un segundo elemento que quisiera destacar es que en más de un capítulo se promueve la formulación de una política compleja y sofisticada. Esto, en varios sentidos: con propuestas de largo aliento, como enfatiza Aninat, construidas sobre la base de consensos y liberadas lo más posible de los vaivenes propios que generan los cambios en el gobierno de turno; con una mirada multidimensional e integral de los fenómenos sociales, pues como bien dicen Flores y Rodríguez, desafíos como la pobreza difícilmente pueden ser abordados si las personas involucradas en esos contextos no son consideradas en sus biografías, en sus vínculos, en su ubicación geográfica, en sus valoraciones y emociones (para referir de nuevo al trabajo de Marín y Olivares). Una política compleja incluye a mi juicio también la conciencia de los límites de la política pública. Esto obliga, por un lado, a revisar permanentemente sus puntos ciegos, como bien muestran Ulloa y Villanueva a propósito de la originalidad de las teorías del desistimiento. Éstas, luego de años, se plantearon la necesidad de observar no sólo las trayectorias delictuales para explicar el crimen, sino también aquellas que se detienen, para descubrir así cómo es que las personas pueden decidir dejar de delinquir. Pero, por otro lado, esta conciencia de los límites reclama que el Estado promueva alianzas que lo ayuden a poner en práctica sus objetivos. En este sentido, la alianza con el mundo privado y con la sociedad civil no debe ser un recurso que aparece solamente cuando el Estado no puede llegar, sino una forma constante de intervenir en la sociedad, pues cada mirada aporta dimensiones y elementos que enriquecen ese trabajo. Es lo que intentan plantear Miranda, Orrego y Walker al describir el “Plan Inicial” que trabaja en el desafío de que todos los niños del país cuenten con profesores de excelencia.

Un último elemento de esta política compleja (aunque sin duda hay más) es lo que señala Pérez en el cuarto capítulo de este libro. Para él, la modernización de los partidos políticos –que a su juicio podría responder a la crisis de representación y de confianza– no se juega únicamente en el campo procedimental, sino que consiste, sobre todo, y para usar sus propias palabras, en una revinculación de esas instituciones con las personas. Eso no se alcanza por estrategias de transparencia ni anticorrupción, que son por cierto necesarias. Depende, en cambio, de la práctica cotidiana de acercamiento de los partidos a sus bases, pues la confianza sólo puede restituirse en el plano de las relaciones cara a cara.

Justicia, inclusión y, quizás, por sobre todo, solidaridad atraviesan también las páginas de este libro, en un claro intento por responder a algunos de los grandes dilemas de nuestras sociedades contemporáneas. A mi juicio, esto se refleja en la convocatoria transversal a poner como prioridad a los más vulnerables: personas en situación de pobreza, los niños en edad escolar, los adultos mayores, los presos. Esta convocatoria, creo, no responde tanto a un espíritu paternalista, como podrían decir algunos, sino a la conciencia de que en la base de nuestra vida en común está la reciprocidad. Nacer en una familia, ser educados, trabajar, en fin, las distintas experiencias de la vida en sociedad deben ir generando la consciencia de todo lo que debes a otros. La política, en esos términos, no puede sostenerse sin que todos sepamos –y actuemos de acuerdo con ello– que no somos el punto de partida de nada (excepto, claro, de nuestras propias biografías). Eso exige que el riesgo, por poner un ejemplo, no debe ser asumido por todos porque seamos especialmente buenos, sino porque tu posición es en gran medida contingente; pero también, y especialmente, porque el lugar donde te ubicas siempre remite a otros que lo permitieron. Sin esa conciencia de la reciprocidad a la base de nuestro orden social (y que se traduce en la práctica, me parece, por medio de la solidaridad), difícilmente podremos pensar en políticas sustentables y complejas como las que en este libro se promueven.

Quisiera cerrar con dos ideas que aparecen en este libro, y que a mi juicio empalman con fuerza en el contexto de crisis política actual y en el tipo de tarea que en ese escenario enfrenta la política pública. Lo primero es la importancia de incorporar, como bien señala Angélica Bonilla, preguntas político-normativas en la discusión y elaboración de las prestaciones del Estado. Éstas no se definen por la mera difusión de nuevas evidencias que las van corrigiendo, sino porque se van reformulando a partir de los cambios en la propia sociedad y de las valoraciones y demandas que en ella aparecen (y el debate y deliberación generados a partir de esos procesos). Es volver a enfatizar, una vez más, una idea que no por repetida, ha sido suficientemente asumida: los problemas de la política pública, en el fondo, no son sólo técnicos, y eso exige que a las propuestas las anteceda el debate democrático respecto de sus fundamentos, premisas y justificaciones. La segunda idea es formulada por Esteban Szmulewicz y a mi juicio debiera constituir una suerte de lema o leitmotiv: “la radical perfectibilidad del ordenamiento democrático”. Que hayamos consensuado que la democracia es el mejor sistema para articular nuestro ordenamiento político y social, no significa que ella no deba establecer fórmulas para revisarse de manera permanente, tratando de identificar todo aquello que se le escapa. Como todo punto de vista, como todo sistema, hay dimensiones que necesariamente va dejando fuera, y debe preguntarse constantemente por ellas. Ese quizás sea el mejor antídoto para el populismo que tan alarmada tiene a la clase política. Como ha dicho la intelectual francesa Chantal Delsol, más que gritar de vuelta frente a las voces vociferantes que suelen acompañar a los movimientos populistas, hay que mirar si acaso, de cuando en cuando, la democracia no se transforma en dogma, y se vuelve resistente a la incorporación de su propia crítica. Una forma, pienso, de responder a esa difícil tarea, es recordar lo que el sociólogo chileno Pedro Morandé planteó hace varios años: los proyectos de modernización (expresados por lo general en la política pública) tienen como primer desafío y deber la consideración del punto de vista y de las valoraciones de sus propios destinatarios. Confío en que esa premisa sea la que movilice a los autores y editores de este libro, para que el resguardo de la democracia no se vuelva la protección de un sistema, sino que su motor sea siempre el cuidado de sus protagonistas.