Columna publicada el 14.04.19 en El Mercurio.

La Corte de Apelaciones confirmó la sanción que el CNTV le impuso a Canal 13 por una rutina de Yerko Puchento, quien aludió groseramente a la Virgen María en reiteradas ocasiones. La decisión ha vuelto a poner en el tapete una vieja polémica que las sociedades liberales nunca han podido resolver del todo, y que guarda relación con los límites de la libertad. En efecto, no sabemos muy bien cómo equilibrar y ponderar los distintos bienes en juego: libertad de expresión, libertad religiosa y derecho a no ser ofendido gratuitamente.

Nuestra primera reacción es concederle la primacía a la libertad de expresión: ¿qué sentido tendría limitar el humor? ¿No argumentó John Stuart Mill, hace ya muchos años, que las sociedades se benefician de la libre circulación de ideas, más allá de los eventuales costos asociados? Además, ¿quién posee la autoridad para fijar un límite a aquello que podemos decir? ¿No es acaso el humor un excelente catalizador de nuestras propias psicosis?

Todo esto suena muy razonable, y en alguna medida lo es. No obstante,también debe decirse que esta convicción liberal entra en abierta tensión con otras tendencias del mundo moderno. Al mismo tiempo que se reivindica la más absoluta libertad de expresión, las sociedades contemporáneas tienden a ejercer una vigilancia extrema respecto del uso del lenguaje. Somos muy sensibles a cualquier exceso relativo a las minorías que han sido víctimas de discriminación, y hoy nos indignan chistes que nos habrían hecho reír dos o tres décadas atrás. Por mencionar dos ejemplos, sería impensable hacer mofa de Daniel Zamudio o de los niños del Sename —y tanto mejor—. Esto explica la propensión creciente a castigar y penalizar los discursos de odio. Aunque nos cuesta aceptarlo, no estamos dispuestos a escucharlo todo, pues —como bien enseñaba Austin— las palabras son siempre un modo de acción.

Ahora bien, no es seguro que la sensibilidad dominante esté dispuesta a aplicar este razonamiento para el caso que nos ocupa. El cristianismo en general —y la Iglesia Católica en particular— no tiene cupo en el listado de minorías discriminadas. Dicho en simple: los creyentes no merecen la misma protección que las minorías. En parte porque no son minoría (el problema no es puramente cuantitativo), y en parte porque han gozado de demasiados privilegios a lo largo de la historia. Es más, el cristianismo es una pieza fundamental del enorme edificio cuya deconstrucción deberíamos acometer cuanto antes. En el fondo, Yerko Puchento nos ayudaría a emanciparnos de nuestros prejuicios y creencias atávicas. En consecuencia, no incurrimos en contradicción alguna si limitamos los discursos de odio al mismo tiempo que aceptamos con benevolencia el humor liberador de Yerko.

Con todo, esta operación intelectual no está exenta de dificultades. Por de pronto, pierde de vista la distinción entre humor y mera grosería. Naturalmente, es imposible trazar una línea clara que pueda operar en todos los casos, pues lo propio del humor es jugar con la ambigüedad del sentido y moverse en el límite de lo socialmente aceptado. Por lo demás, es difícil negar que el humor es saludable para las creencias, pues permite tomar distancia de sí mismo y, en definitiva, comprenderse mejor. En virtud de lo anterior, la tendencia a limitar el discurso público —sea cual sea el objeto protegido— petrifica la discusión al encerrarnos en categorías rígidas. Sin embargo, en este caso resulta cuando menos difícil identificar por qué un mero insulto podría resultar gracioso. La banalización del insulto dirigido a la religión degrada el espacio público, del que las religiones forman parte. Para peor, aquí ni siquiera podía percibirse un mensaje que pudiera justificar el tono utilizado: no había más que una bravata adolescente.

Dicho esto, la pregunta que surge hacia adelante es si la configuración presente del CNTV resulta adecuada para resolver este tipo de conflictos, o si no deberíamos revisar su estructura y atribuciones. Todo indica que, en este punto, hay bastante espacio para actualizar nuestras instituciones. Sin embargo, tampoco parece razonable suponer que es posible dejar de ejercer algún tipo de control ex post sobre los medios de comunicación, aunque fuera vía judicial. La vida común tiene reglas (o sea: límites), y la discusión versa sobre la naturaleza de esos límites más que sobre su existencia. Aunque es razonable otorgarle cierta primacía a la libertad de expresión, no hay ningún motivo por el cual debamos privilegiarla siempre y sistemáticamente sobre otros bienes. Eso equivaldría a negar la posibilidad misma del conflicto. Todas las sociedades tienen dogmas, y sólo difieren en aquello que consideran sagrado. Me temo que, mientras no comprendamos plenamente ese hecho, nuestra discusión seguirá dando vueltas en círculos.