Columna publicada el 29.03.19 en The Clinic.

El control de identidad preventivo para menores de edad, que promueve el Ejecutivo hace algunas semanas, muestra dos tensiones que exigen una reflexión. La primera tiene que ver con una potencial contradicción entre una narrativa que pone a “los niños primero”, por un lado, y el levantamiento de medidas que, en la práctica, podrían afectar justamente a los más vulnerables, por el otro. En este sentido, el gobierno muestra una vez más la incapacidad (o resistencia) para reconocer de manera explícita –no en el discurso sino en sus políticas públicas– los condicionantes sociales que explican, al menos en algún sentido, las trayectorias vitales de las personas. Esto se muestra con especial claridad en las palabras del presidente Piñera en una entrevista del fin de semana: “si cuando va al supermercado le piden el carnet, ¿por qué no podemos permitir que Carabineros pueda pedir la identidad?”. La analogía del primer mandatario sirve más para ilustrar su comprensión de la realidad que para defender la medida del gobierno: el niño frente a una autoridad policial estaría en la misma situación que aquella persona que está a punto de pagar sus compras. Sin embargo, es difícil encontrar dos escenarios más diferentes; no sólo por la jerarquía de poderes que implica el primero, sino sobre todo por el contexto en que se encuentran los interpelados. Pocos negarán que el menor de 14 años (porque no olvidemos que es ese el principal problema en juego) no dispondrá de la misma libertad de acción que un consumidor para enfrentar una pregunta, que no es una solicitud, sino una orden directa nada menos que del Estado. Para usar las desafortunadas palabras de algunos defensores de la nueva agenda del gobierno: hay quienes sí tienen algo que temer, y no necesariamente por contar con antecedentes penales sino más bien por saberse sospechosos de antemano.

Ahora bien, en esta medida se manifiesta también una segunda tensión, visible sobre todo a la hora de justificarla. Se trata de una suerte de problemática relación con la evidencia y el conocimiento experto que el gobierno está mostrando en algunas materias. Frente a los fuertes cuestionamientos de investigaciones académicas a la eficacia (y no sólo justicia) del control preventivo de identidad, pareciera que el Ejecutivo ha decidido renunciar a la discusión y ha optado, en cambio, por el enfrentamiento. Amparado en el apoyo mayoritario a una agenda antidelincuencia, el gobierno parece desechar la información disponible y ponerse del lado de la “gente”, del “sentido común”. En esta actitud puede haber sin duda una intuición valiosa: tomarse en serio las demandas prioritarias de la gente, reconociéndolas como instancias donde es posible identificar problemas relevantes, aunque puedan chocar con lo que dice la evidencia. De hecho, esto ha sido una dificultad de la clase política en el último tiempo, que cuando se enfrenta a una distancia entre las percepciones de las personas y lo que las investigaciones indican, suele lanzarse sobre las primeras presentándolas como ignorantes y renunciando a preguntarse las razones que explican esa brecha.

Sin embargo, en esta lógica puede ir apareciendo una tendencia peligrosa, que el gobierno haría bien en considerar. La innegable tensión entre la evidencia y la experiencia de la gente no tiene por qué traducirse en una oposición, como si se tratara de una elección inevitable para la política que debe decidir de qué lado se pone. Así como es relevante tener conciencia de los puntos ciegos y límites del conocimiento experto, se debe tener también distancia crítica frente a lo que se presenta como el “sentido común”. Que sea importante considerarlo no implica idealizarlo, menos aún si el objetivo es tan sólo contar con su beneplácito. Si el gobierno no quiere caer en una simple adulación para mantener el favor de la mayoría, deberá mostrar una relación más armónica con la evidencia, sobre todo en materias tan difíciles como la delincuencia, que implica tomar en cuenta tantas dimensiones. No se trata de asumir la investigación académica como información neutra y completa, pero sí como una instancia fundamental para formular políticas públicas eficientes y justas que, tomándose en serio aquello que la gente valora y pide, sean capaces también de incorporar todo aquello que esa misma gente –como todos– no alcanza a mirar.