Columna publicada el 04.04.19 en The Clinic.

Desvinculación de profesores, retractación de invitaciones a expositores externos, creación de espacios seguros, instructivos de corrección en el lenguaje, atención a las microagresiones, advertencias en el material pedagógico que pudiese resultar hiriente, y la lista continúa. Se puede discutir sobre la porción del alumnado que realmente resulta atraído por esta locura. Pero la irrupción del problema en los campus universitarios de Estados Unidos es ya un hecho fuera de disputa.

¿Migrará el problema a otras tierras? Puede que no con la misma intensidad, pero basta con recordar la singular retractación a la que el año pasado se vio forzado Rafael Gumucio para tenerlo en el radar. Y entonces vale la pena prestar atención también a quienes en el contexto norteamericano han empezado a mostrar los problemas que aparecen.

El caso de la Heterodox Academy, una asociación de académicos de variadas disciplinas, constituye el ejemplo más claro del esfuerzo por comprender y contrarrestar este fenómeno. No es de extrañar que dos años atrás su principal articulador, Jonathan Haidt, ya fuera invitado a nuestro país a exponer sobre el estado de la libertad de expresión en las universidades.

La aproximación de Haidt es generosa en su atención a las causas del problema (el conjunto está recogido en su reciente libro con Greg Lukianoff, The Coddling of the American Mind). Entre las soluciones ofrecidas, en tanto, priman las de un “liberalismo clásico” (una versión en cómic del tratado de Mill Sobre la libertad es su más reciente producto). En este contexto, no está demás llamar la atención sobre una obra más temprana de Haidt, La mente de los justos, recientemente traducida. Al margen del interés que revisten sus tesis generales sobre el origen del conocimiento moral y sobre los problemas de la mentalidad justiciera, su discusión sobre el daño merece una atenta mirada a la luz de las discusiones que tenemos y que, por lo visto, seguiremos teniendo.

La reducción de la moralidad a estrechas concepciones de daño o de justicia es, después de todo, no solo rasgo de una parte del liberalismo; en alguna medida se ha vuelto el sentido común del ciudadano ilustrado occidental. En uno de los experimentos que reporta Haidt, cuenta la historia de un hombre que semanalmente compra pollo en el supermercado, pero antes de cocinarlo tiene relaciones sexuales con el mismo. La escena es repugnante, pero nadie resulta dañado. Los alumnos de Haidt en la costa este de Estados Unidos, educados bajo la idea de que solo el daño a terceros puede ser objeto de reproche, naturalmente defienden la legitimidad del acto. Pero bastaba con salir de la universidad para encontrar también en Philadelphia amplios grupos que instintivamente rechazaran el acto. Al dirigirse al hemisferio sur, dicha posición no solo se volvía dominante; emergía con claridad que la escena provocaba no solo disgusto, sino que era rechazada por múltiples atendibles razones.

Pero hay que volver a familiarizarse con dichas razones: la mayor parte de la humanidad –no solo fuera de Occidente– valora más cosas que la mera ausencia de daño. Las personas se mueven por ideas de cuidado y de justicia, de lealtad, autoridad y santidad, de pureza y libertad. La tradición liberal ha apostado porque una aproximación más minimalista, centrada en el no daño, haga más probable la paz entre los hombres. Pero una vez que ese minimalismo la vuelve ciega incluso ante la existencia de otros criterios de valoración, su capacidad de comprensión se reduce. Acaba así perpleja –como la vemos hoy–, simplemente consternada porque el mundo no se mueve en la dirección que ella esperaba. Un rango más amplio de “papilas gustativas” morales puede en realidad ser la base para una mejor comprensión recíproca, como quiera que cada uno acabe jerarquizando estos criterios.

El problema de las universidades –sea que lo designemos como uno de “corrección política” o de “cultura victimista”– pasa por una expansiva comprensión del daño. Armados de esa ampliada idea de daño, algunos consideran que su mismísima existencia se ve invalidada por tener que pasar ante una estatua de Cristóbal Colón, mientras otros ven toda la gran literatura de Occidente como amenaza a su integridad afectiva. En tal contexto, el liberalismo tiene razón en buscar reconducirnos a una noción más estrecha de daño. Pero la esperanza para las universidades no está en simplemente volver a dicha concepción estrecha, sino en volver a abrirnos la mirada a un mundo en el que más cosas importan. No estaría mal que enfrentemos estas discusiones con las dos caras de Haidt.