Columna publicada el 30.04.19 en El Líbero.

“Si la cultura es tan rica en Alemania, ¿por qué el próximo año no te quedas allá?”, dice una canción de Los Prisioneros, que acusa una excesiva admiración por lo extranjero de parte de las clases altas. Muy parecidas a la actitud que el vocalista Jorge González critica en esa letra son algunas posiciones que se han visto en el debate sobre la declaración que Chile y otros cuatro países enviaron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). En efecto, el debate ha dejado entrever una confianza casi ciega en las instancias internacionales, la que tiende a obscurecer el problema central: cuál es la mejor manera de garantizar el respeto a los derechos humanos (DDHH). Si lo que buscamos es darles una adecuada protección, la pregunta por los mecanismos para hacerlo es no sólo pertinente, sino indispensable.

Entre las muchas maneras de dar protección y garantizar aquellos derechos que estimamos fundamentales están las instancias judiciales y, entre ellas, las internacionales, como el sistema compuesto por la CIDH y la Corte Interamericana. Suele creerse que una corte de este tipo tiene las mejores herramientas para garantizar los DDHH. Dicha posición está motivada probablemente por su carácter internacional, como si de él se siguiera, necesariamente, una mayor capacidad para resolver determinados conflictos. Ciertamente la existencia de un sistema internacional es positiva, pero no estrictamente por su internacionalidad, sino porque valoramos otros aspectos, como el debido proceso, el que la corte sea colegiada, la distinta y más distanciada perspectiva del caso que sus miembros pudieran tener, o su especialidad y conocimiento. Y si esto es verdad, no hay razón alguna para desmerecer los mecanismos que los países internamente han establecido para proteger los DDHH.

Ahora bien, hay asuntos en los que todos estamos de acuerdo, como la prohibición del homicidio o la tortura, y que una corte internacional puede dirimir sin problemas. Pero hay otros, como la legitimidad de poner crucifijos en una sala de clases, en que existen consideraciones morales y políticas más complejas que posibilitan distintas lecturas y concreciones de los derechos. En estos casos son especialmente relevantes las virtudes de las instancias nacionales. Así, por ejemplo, los jueces de cada país están más próximos en el espacio y en el tiempo al caso concreto, de modo que lo viven de una manera que los jueces internacionales no pueden vivirlo; entienden la idiosincrasia del país y están en una mejor posición para percibir y comprender el momento presente. Nada de lo cual es irrelevante al momento de pronunciarse sobre este tipo de asuntos. En otras palabras, un juez no aplica la ley en abstracto, sino que debe discernir a la luz de las particularidades del caso en cuestión. Por otro lado, los mecanismos nacionales admiten la presencia de contrapesos internos que no existen en el sistema internacional y que permiten llegar a resultados más justos.  

Todo lo anterior justifica una participación más bien subsidiaria de los organismos internacionales, respetando la autonomía de cada Estado y dándoles el espacio suficiente para resolver según sus propios mecanismos los conflictos que se susciten. En derecho internacional, a esto se le llama “margen de apreciación”. Mecanismos así posibilitan un sistema de protección a los derechos en que juegan instancias tanto nacionales como internacionales, sin que ninguna excluya a la otra y aprovechando las virtudes de ambas, permitiendo que en sede democrática puedan debatirse también los mecanismos que permitan proteger esos derechos.

No cabe duda que un Estado que se somete a la jurisdicción de un órgano internacional demuestra un fuerte compromiso con la protección de los DDHH, pero ello no significa que hacerlo sea la única ni la mejor manera de garantizarlos.