Columna publicada el 06.03.19 en La Segunda.

En una entrevista publicada el fin de semana, Juan Pablo Hermosilla, abogado que encabeza las demandas por abuso sexual en nuestro país, sugiere que la avalancha de denuncias que ha inundado a la iglesia chilena seguirá avanzando con fuerza. Las acusaciones a figuras tan emblemáticas como Precht o Poblete –aunque las investigaciones sigan en curso–, refuerzan la idea de que los abusos no constituyeron situaciones excepcionales. Se trata más bien de prácticas arraigadas donde la tónica en quienes rodearon a los abusadores, como el mismo Hermosilla señala, parece haber sido, en el mejor de los casos, “mirar para el lado”.

Este escenario le presenta a la iglesia un desafío de gran envergadura, donde no sólo debe preguntarse por las razones que explican la aparición de estas figuras, sino también (y quizás sobre todo) por las condiciones que hacen posible el despliegue sistemático de sus abusos. La respuesta más tentadora es afirmar que en la jerarquía eran todos malos y corruptos; que la mayoría prefirió callar porque así protegían a sus amigos y de paso a sí mismos. Sin duda, se trata de una hipótesis viable. Pero la extensión de este tipo de denuncias, y la transversalidad de esta suerte de incapacidad estructural para abordarlas, pareciera indicar un problema más profundo que la sola (mala) voluntad de los involucrados. De hecho, el despertar general de la sociedad chilena frente a los abusos, no sólo al interior de la iglesia, ha tendido a mostrar un patrón: casi siempre hubo testigos que se mantuvieron en silencio. Basta recordar las declaraciones de varios entrevistados a propósito de las denuncias a Herval Abreu, que reconocieron que las prácticas del famoso director eran un “secreto a voces”. Es como si se estableciera automáticamente un tabú frente al abuso, una especie de acto imposible de narrar, frente al cual es más sencillo cerrar los ojos y hacer como si no ocurriera.

 La tarea de entender y romper ese silencio, finalmente cómplice, exigirá lógicamente repensar los mecanismos disponibles para prevenir, investigar y condenar a quienes cometen estos delitos. Sin embargo, el problema no se reduce a una cuestión puramente técnica. Al quebrar la confianza, el abuso pone en riesgo una de las dimensiones más esenciales de la vida social: la configuración de los vínculos. Parte importante del desafío, entonces, será volver a preguntarnos cómo construimos la relación de unos con otros; cómo aseguramos que los vínculos se establezcan siempre sobre el reconocimiento de la dignidad e indisponibilidad de quien tenemos delante nuestro. Y esa misión, como bien muestran los tiempos que corren, no será exclusiva de la iglesia. Aunque la profundidad de su crisis le da la oportunidad de encabezar ese permanente e ineludible desafío.