Columna publicada el 24.03.19 en El Mercurio.

“Muchas veces, los argumentos académicos no logran ver la realidad, no logran saber lo que siente un vecino y no sintonizan con lo que sufren las familias chilenas”. Esta sentida frase fue pronunciada por la vocera del Ejecutivo, Cecilia Pérez, como un modo de responder a aquellos estudios que mostrarían los limitados efectos del control preventivo de identidad. Entre la ciencia y la percepción ciudadana, el oficialismo tomó partido: los chilenos de a pie antes que los académicos.

Desde luego, hay aquí algunas paradojas significativas. Nuestra derecha lleva décadas enarbolando un discurso tecnocrático, que tiende a oponer a las percepciones ciudadanas una supuesta realidad objetiva. Baste recordar que, tras las movilizaciones estudiantiles del 2011, se escribieron libros para intentar negar la existencia misma de una crisis política, pues los datos duros no la habrían respaldado (ya sabemos que no hay peor ciego que el que no quiere ver). En ese contexto, resulta llamativo que sea precisamente el gobierno de Sebastián Piñera el que decida justificar su agenda invocando la causa del pueblo, sin mediar explicación.

Con todo, hay motivos que permiten explicar la decisión. Si el primer gobierno del actual Presidente constituyó un fracaso político, fue en buena medida porque -refugiado en un conocimiento puramente técnico- nunca logró conectar con las percepciones, ni hablarles a las personas en un lenguaje accesible. Es difícil negar que aquí hay un aprendizaje: para gobernar, no basta con la planilla Excel. Con todo, la aproximación no está exenta de dificultades. Uno tiene legítimas razones para sospechar que se recurre a este argumento cuando faltan los contenidos. Remitirse constantemente a las encuestas refleja un vacío profundo. Ya que carecemos de discurso, nos guiamos por los sondeos. Cabe agregar, además, que esos sondeos poseen un fuerte componente estadístico, lo que deja al Ejecutivo en un extraño estado de incoherencia: el acceso a la opinión popular no es directo, sino que está mediado por aquello mismo que se rechaza.

Ahora bien, las paradojas que enfrenta la oposición no son menos llamativas. En efecto, la izquierda siempre ha reivindicado el poder de la política respecto del conocimiento técnico (que también puede ser, no lo olvidemos, una forma de dominación). Es cierto que la realidad está allí, pero el desafío pasa precisamente por no rendirse frente a ella. Si la finalidad es correr el cerco, entonces la ciencia empírica no puede ser lo único decisivo. Para la izquierda, nuestros problemas podrían resolverse si ponemos sobre la mesa una buena dosis de voluntad política; y ese era el proyecto de la Nueva Mayoría. Así las cosas, resulta cuando menos curioso ver a distinguidos personeros de oposición privilegiar la perspectiva técnica sobre la política: Hernán Büchi no lo habría hecho mejor.

En cualquier caso, y más allá de esta inversión de papeles entre izquierda y derecha -que, dicho sea de paso, es cada vez más recurrente en el mundo-, la frase de la ministra efectivamente toca un tema fundamental: la relación entre la supuesta evidencia científica y la voluntad democrática. No es fácil definir con precisión el lugar de cada cual, pero una cosa es segura: el conocimiento científico no puede sustituir a la política. Por cierto, se trata de un insumo muy valioso, que el gobernante debe considerar, pero la decisión se mueve en un plano distinto. Como bien explicaba Weber, la responsabilidad política no puede delegarse en la ciencia. Hay una serie de motivos que permiten explicar esta primacía. Por un lado, el régimen democrático funda su legitimidad en el consentimiento de la mayoría, mientras que los expertos no son elegidos. Por otro, la técnica suele situarse a cierta distancia respecto de las experiencias vitales de las personas. Nuestra historia reciente nos ofrece el ejemplo del Transantiago, un sistema de transporte público elaborado entre cuatro paredes. Por último, las ciencias sociales tampoco están llamadas a ofrecer recetas unívocas de política pública, pues el conocimiento que generan no tiene certeza matemática. No existe nada parecido a una ciencia neutra sin presupuestos normativos, que pueda a su vez producir una evidencia libre de controversias.

En ese contexto, el deber ineludible de la política -abandonado en esta ocasión por todos los sectores- es vincular ambas dimensiones. Por lo mismo, resulta absurdo oponerlas como si fueran irreconciliables. Al argumentar así, la política renuncia a su función principal, que consiste en articular aquello que está en tensión. La política no es el arte de imponer la ciencia contra la voluntad de los ciudadanos, ni de ignorar la realidad para adular a las masas. Es más bien el arte de mediar entre ambos polos, con el objeto de tomar decisiones razonables que reciban respaldo popular. Allí reside, quizás, la diferencia entre el estadista y el político.