Columna de Gabriela Caviedes y Daniel Mansuy publicada el 20.02.19 en El Mercurio.

El pasado 8 de marzo, con ocasión del Día de la Mujer, marcharon casi 200 mil mujeres. La cifra resulta impresionante, sobre todo si recordamos que las marchas de abril y mayo de 2018 no convocaron a más de 15 mil personas, mientras que las marchas estudiantiles de 2011 llegaron a unas 100 mil. En ese contexto, no debe extrañar que el movimiento feminista posea hoy una legitimidad innegable: el fenómeno es histórico, y merece análisis. ¿Qué hay en el feminismo que le permite tener tal convocatoria?

De modo precipitado, algunas voceras asociaron la masividad a las “ampliaciones y profundizaciones” que presentaron este año. Según ellas, se trataría, en último término, de “defender reivindicaciones y orientaciones contra el avance de la extrema derecha y las políticas de precarización”. A su juicio, tales reivindicaciones consistían en una exótica mezcla que incluye la causa mapuche, el fin a las AFP, la demanda por el aborto libre y gratuito, el reconocimiento de las identidades queer , o la democratización de los espacios educativos. Tales organizaciones estarían articulando estas causas, aunando fuerzas para abolir de una buena vez el patriarcado y la desigualdad.

La hipótesis es válida, pero está lejos de ser la más plausible. Basta recordar, por ejemplo, que el año pasado solo mil personas marcharon en Santiago por el fin de las AFP, o que la encuesta CEP de noviembre reveló que apenas el 7% de las mujeres apoya el aborto libre. En ese contexto, resulta cuando menos improbable que esas causas estén en el origen de la movilización de miles de mujeres. Todo indica que es necesario buscar explicaciones adicionales: el feminismo no debería permitir que los sectores más extremos se apropien del fenómeno. Llegados a este punto, quizás vale la pena recordar qué se conmemora el 8 de marzo. Aunque hay varios hitos relevantes, uno de ellos es decisivo: en esa fecha de 1857, un grupo de mujeres neoyorquinas -que trabajaban en una fábrica de textiles- se organizaron para protestar por la precariedad de sus condiciones laborales. La protesta terminó en una dura represión y el arresto de muchas manifestantes.

En un primer momento, la convocatoria chilena del 8M parecía revivir buena parte de este espíritu: se trataba de movilizarse por las mujeres trabajadoras. Esas que intentan cumplir con sus deberes laborales y a la vez ser las madres que sus hijos necesitan. Las que recorren largas distancias para llegar a su trabajo y volver de él, pero también para llevar a sus hijos al colegio o al médico, todo en un mismo día. Aquellas que, por esa misma razón, suelen enfrentar serias dificultades para desarrollar una carrera semejante a la de sus pares masculinos, o reciben un sueldo menor por el mismo cargo. Las que han sufrido, en su lugar de trabajo o en su traslado diario, alguna forma de acoso sexual.

El foco en la mujer trabajadora, que representa a la mayoría de las mujeres de nuestro país, podía ser un auténtico factor movilizador, apto para recibir apoyo transversal. Si la vendedora de una tienda no se sintió llamada a marchar con las universitarias del año pasado, este año quizás le ocurrió algo distinto. Además, esta perspectiva concibe a la mujer al interior de sus relaciones sociales, y no fuera de ellas: el feminismo no tiene por qué adherir al paradigma individualista en boga.

Si se concede que esta alternativa es plausible, podemos deducir al menos tres conclusiones. La primera es que las autoridades pueden encontrar en el 8M un mensaje claro y una directriz. Existe un apoyo amplio a las mujeres trabajadoras, y es necesario impulsarlas a través de diversas políticas públicas. La segunda es que las demandas por equidad de género responden, de modo relevante, a las necesidades de las mujeres como tales (y esto implica reconocer la diferencia entre ellas y los hombres). Y la tercera es que el feminismo, para estar a la altura del apoyo masivo que ha recibido, tiene el deber de cuidar su transversalidad como un patrimonio muy valioso. En ese sentido, la ampliación de los temas hacia categorías cuya relación con la defensa de las mujeres concretas es vaga y lejana no fortalece la causa de la justicia de género. Más bien, la debilita, pues disgrega fuerzas y expone al feminismo a divisiones y distorsiones que podrían volverlo estéril. Y esa no sería una buena noticia.