Columna publicada el 19.03.19 en El Líbero.

Celibato y represión son dos palabras que suelen aparecer juntas cuando discutimos sobre los abusos sexuales de los sacerdotes. Hay una difundida tesis de que los abusos disminuirían si es que los curas se casaran, pues esos impulsos encontrarían un canal de salida, un escape. Esto pareciera ser de sentido común: si los impulsos son tan naturales, tiene poco sentido callarlos. Y, en el caso de los sacerdotes, los efectos de ese silencio podrían producir abusadores que, reprimidos por años, encuentren en el abusado la forma de liberar aquello que con violencia han escondido tanto tiempo.

Tenemos que buscar, entonces, alguna forma de lidiar con el impulso sexualaun cuando pueda tener implicancias que tal vez no estamos dispuestos a aceptar. En sus polémicas declaraciones, el sacerdote Tito Rivera lo manifestó con claridad al decir que es “curioso” que, por un lado, exista un impulso sexual y que, por otro, se le castigue. En realidad, dijo, no hay cómo escapar, porque “la naturaleza humana gobierna más que todo”. Los “impulsos de la naturaleza”, como se les suele llamar, tendrían, así, la última palabra sobre nuestros actos. La pregunta que se abre, entonces, es: si la naturaleza entra en conflicto con la libertad, ¿hay forma de conciliar ambas?

La respuesta es compleja porque lo que subyace a esa forma de ver las cosas es, en el fondo, una visión determinista de la sexualidad (y, por lo tanto, de la condición humana). En rigor, supone asumir que no realizamos actos sexuales genuinamente libres. Para que una decisión sea libre, en el sentido en que realmente importa de la palabra, tienen que haber al menos dos o más opciones arriba de la mesa. Pero si no podemos escapar a los impulsos, no hay libertad posible: si no hay nada en juego, no hay elección.

El movimiento feminista ha expresado esta idea de manera notable. En muchas de las pancartas que repletaron las calles el 8 de marzo veíamos frases como: “no quiero tus piropos, quiero tu respeto”; “con ropa o sin ropa, mi cuerpo no se toca”; “nos queremos libres, vivas y sin miedo: ni una menos”; o “no me visto para provocarte”. En todos estos mensajes está implícita la idea de que la inclinación no tiene la última palabra, de que es posible —y exigible— pedirle al otro que se abstenga. En el fondo, las mujeres nos están exigiendo a los hombres que ejerzamos nuestra libertad. Pareciera ser, entonces, que sí hay escapatoria a los impulsos. ¿Y diría alguien que el feminismo está reprimiendo sexualmente a los hombres? Probablemente nadie.

Tomarse en serio que existen actos genuinamente libres exige abandonar la creencia de que el hombre es esclavo de sus impulsos. Ahora, con esto no se acaba la historia, pues sería una ceguera simplificar la complejidad de la sexualidad humana a una formulación como ésta. Y aquí el mundo católico tiene un importante desafío pedagógico, porque si bien a nivel teológico y de filosofía moral se ha desarrollado una articulación sofisticada —los escritos de Juan Pablo II, Benedicto XVI, así como los esfuerzos de Francisco son un notorio ejemplo— que desarrolla el renovador mensaje del cristianismo, no se ve lo mismo a nivel pastoral. La capacidad humana de sobreponerse a las pulsiones, emociones o pasiones ha sido muchas veces enseñada como sinónimo de desdén y desconfianza por el cuerpo. Hay una suerte de platonismo impregnado en la cultura cristiana del que hay que sacudirse. El desafío es encontrar la manera de enseñar cómo se integra la emoción con la razón, el cuerpo con el alma, el eros y el agapé. Sin una pedagogía que haga sentido a la sensibilidad dominante del hombre contemporáneo, difícilmente encontraremos las respuestas adecuadas, no sólo a la pregunta por el celibato, sino al freno de los abusos mismos.