Columna publicada el 05.03.19 en El Líbero.

“Lo definimos entre todas, sumando nuestras rabias y el deseo de transformarlo todo”. Así anunció la Coordinadora Feminista del Día de la Mujer el programa de la huelga convocada para este 8 de marzo, fecha que celebra el Día Internacional de la Mujer. Esta forma de expresar la motivación de la huelga es sintomática de la atmósfera que envuelve el debate en torno al movimiento feminista. Mientras el profundo descontento y el cuestionamiento al orden establecido generan un deseo radical de cambiar a como dé lugar aquello que se ha definido como injusto, hay actores, como el Gobierno, que si bien advierten la existencia de preguntas que exigen respuestas, no han logrado articular una posición alternativa. Sin embargo, esta conmemoración es también una invitación a superar los meros enfrentamientos para reflexionar en torno a la mujer y el lugar que ella ocupa en la sociedad.

Hasta ahora la discusión se ha centrado, fundamentalmente, en la igualdad entre hombres y mujeres y la autonomía de la que ellas deben gozar. Pero girando sólo en torno a esos ejes, ciertamente relevantes y valiosos, corremos el riesgo de oscurecer otras aristas que pueden iluminar el asunto. Podríamos, por ejemplo, mirar la realidad en la que la mujer se encuentra. Sabemos que la vida se desenvuelve en comunidad, en una dinámica de infinitas y variadas relaciones con otros que hace que aquello que afecta a uno tenga impacto en el entorno que lo rodea, y viceversa. Así, por ejemplo, no se puede luchar en contra de la violencia hacia las mujeres sin pensar también en los riesgos a los que se ven expuestos sus hijos. Al estar situada en un contexto determinado dentro del que desarrolla una serie de vínculos con otros, la pregunta por éste y por el papel de la mujer ahí se vuelve imprescindible.

Ahora, la respuesta a esta pregunta suele plantearse en términos negativos: para las vertientes más críticas del feminismo la comunidad tiende a identificarse con una estructura opresora que simplemente le asigna a la mujer roles en la cultura y la sociedad y, haciéndolo, le impide su libre desenvolvimiento. Según esta idea, no serían ciertas dinámicas particulares dentro de la comunidad las que coartan el desarrollo de la mujer, sino la estructura completa, ante la cual habría que rebelarse. Pero una visión así pierde de vista que la realización humana requiere de otras personas. Es a través del contacto con otros que aprendemos, nos entretenemos, nos superamos. Es en comunidad, mediante distintas formas de colaboración, que cada uno de sus miembros puede desenvolverse libremente.

La mujer, entonces, no es un ser aislado cuyas acciones no tienen impacto exterior. Cabría decir, más bien, que ella, en cuanto miembro de comunidades, las enriquece al entregar algo insustituible y valioso (a la vez que las comunidades aportan algo a la mujer). Por lo mismo, cualquier reflexión puede ser insuficiente si la despojamos del tejido de relaciones en que se envuelve.  

La Coordinadora Feminista, hacia el final de su columna, parece intuir este punto cuando expresa que “pondremos en el centro de la discusión la vida de las mujeres y sus comunidades, mostrando que esa vida, nuestras vidas, son un problema político”. Si es cierto que hay algo distintivo y único que la mujer aporta a la comunidad, si hay algo que la hace imprescindible, entonces vale la pena tomar distancia de los simples enfrentamientos para hacerse aquellas preguntas que recojan todas las dimensiones de la mujer. Haciéndolo, favoreceremos una reflexión que finalmente permita defender a la mujer con toda su riqueza y dignidad.