Columna de Claudio Alvarado y Daniel Mansuy publicada el 05.03.19 en El Mercurio.

La ministra de Educación, Marcela Cubillos, decidió jugar un papel protagónico en la polémica que envolvió al Liceo 1 y a la joven trans Arlén Aliaga. Esta última, según sus propias declaraciones, sufrió maltratos de parte de directivos y profesores de su antiguo colegio, el Barros Borgoño. Postuló entonces al Liceo 1, donde no fue aceptada en primera instancia. En este cuadro, la ministra intervino directamente, solicitando al alcalde de Santiago, Felipe Alessandri, la inmediata admisión de Aliaga en dicho establecimiento. La explicación de Cubillos fue simple y tajante: Arlén Aliaga gozaría de un “derecho legal” a estudiar en ese colegio. 

Hasta aquí, la historia parece tener un final feliz: Arlén Aliaga terminó estudiando en el liceo que quería gracias a la gestión de la ministra, cuya intervención no recibió crítica alguna. Sin embargo, a partir de este caso brotan algunas interrogantes que no deberíamos dejar de formular, por más incómodas que resulten.

La primera de ellas guarda relación con la coherencia. En efecto, el discurso de Marcela Cubillos en materia de admisión escolar -que ella ha convertido con talento en prioridad nacional- se funda en una narrativa meritocrática. Su propósito sistemático ha sido reivindicar el mérito y el esfuerzo personal como criterios relevantes a la hora de asignar cupos escasos en el sistema escolar. La idea central es que nadie quede fuera de un colegio por motivos arbitrarios. 

Ahora bien, surge entonces una pregunta ineludible: ¿cuántas jóvenes quedaron fuera del Liceo 1 durante su último proceso de admisión? ¿Cuántos otros estudiantes también son víctimas de malos tratos en sus respectivos colegios y anhelan ingresar a un liceo emblemático? ¿No resulta injusto que la ministra intervenga de manera preferente en tan solo uno de esos casos, en desmedro de todos los demás? Por más nobles que hayan sido sus intenciones, por más injustos e inaceptables que hayan sido los menoscabos sufridos por Aliaga, y por más dramático que sea el caso, ¿qué consistencia existe entre esta preferencia especial y el tipo de admisión justa que propone la ministra? 

Estas interrogantes cobran especial relevancia si consideramos, además, que el pretendido derecho legal del que hablaba Cubillos sencillamente no existía. De hecho, hasta la fecha Arlén Aliaga no tiene sexo registral femenino. Y aun cuando lo tuviera, nada obligaría a que fuera admitida en tal o cual colegio en virtud de esa exclusiva variable. ¿Por qué razón, entonces, la ministra de Educación se involucra a este nivel cuando no hay ningún argumento jurídico que la fuerce a hacerlo? 

Desde luego, a todo lo anterior hay que añadir el extraño centralismo implícito en la actuación de la ministra: si el principio de subsidiariedad tiene algún sentido, entonces lo mínimo sería reconocerles a las comunidades educativas grados relevantes de autonomía. Quizás se pudo haber llegado al mismo resultado, pero siguiendo un procedimiento respetuoso de todos los actores involucrados: incluso las causas justas pueden ser perseguidas con medios inadecuados. En este punto, el Gobierno no marcó ninguna diferencia sustantiva con aquella izquierda que busca dirigir toda la educación nacional desde las oficinas del Mineduc.

Todo esto sugiere que estamos en presencia de un problema más bien político, sobre todo si recordamos que se trata de una cuestión altamente sensible. Pero esta lógica también tiene sus debilidades. Por de pronto, el discurso de admisión justa se verá necesariamente debilitado, pues muchas familias podrán sentirse -con razón- injustamente postergadas. Además, la apuesta política es bastante más ambigua de lo que podría pensarse. Por un lado, el tema divide profundamente al oficialismo (basta recordar la votación de sus parlamentarios sobre la ley de identidad de género); y, por otro, la inexplicable tentación de cierta derecha por congraciarse con el progresismo más militante será siempre insuficiente. En efecto, la opinión ilustrada siempre exigirá nuevas concesiones: en la cancha del progresismo, la derecha lleva todas las de perder. 

Si al Gobierno le interesa algo más que las volubles encuestas del día a día, debería hacerse cargo de estas preguntas. La inconsistencia no es buena consejera.