Columna publicada el 07.02.19 en La Segunda.

Si la elección de gobernadores regionales fuera mañana, seguramente sería un fracaso. Y si continuamos enfrentando este proceso con la indiferencia que –en general– ha existido, es probable que el 2020 así lo sea. Basta un análisis superficial de las reformas aprobadas en los últimos años para notar que los temas pendientes pueden acarrear serias dificultades.

Uno de los asuntos más relevantes consiste en los traspasos de competencias. La normativa actual establece la posibilidad de que el Ejecutivo transfiera a las regiones –de oficio o a petición del gobierno regional– funciones y atribuciones en materias como fomento productivo, desarrollo social y otras. Una vez solicitada la competencia, se inicia un proceso de negociación de carácter político y técnico entre el poder central y las instancias locales para decidir si procede o no la transferencia. Es lógico que en el intertanto ocurran divergencias, especialmente si en la práctica el proceso busca quitarle poder a un ministerio para dárselo a un gobierno regional. Lo ideal, entonces, sería que las eventuales disputas entre el Ejecutivo y las regiones se encauzaran través de mecanismos creados para ello. Sin embargo, la ley no fija una alternativa para resolver controversias, ni tampoco un órgano a cargo de dirimirlas.

Los riesgos aumentan si a este déficit le sumamos el factor político. Hay que considerar que la relación entre el gobierno central y los subnacionales es bastante asimétrica, por lo que resulta muy fácil que la transferencia de funciones se convierta en una oportunidad para beneficiar a los gobernadores del oficialismo de turno. Por su parte, los gobernadores afines a la oposición tendrán incentivos para reducir las necesidades de sus localidades a consignas contra el gobierno central. Y alentar la disputa con el Ejecutivo permitirá a las nuevas autoridades regionales de oposición ser actores relevantes a nivel nacional. De esta manera, las deficiencias de los nuevos mecanismos pueden terminar perpetuando el centralismo que buscan combatir. 

Estos y otros problemas tienen relación con asuntos de fondo, y revelan la superficialidad con que se suele abordar el fenómeno. Presentar la descentralización como un fin en sí mismo nos hace olvidar aspectos fundamentales, como las deficiencias de capacidad en los gobiernos subnacionales, la fuga de talentos, o la corrupción. Por lo mismo, si queremos que este proceso no fracase es necesario que –junto con estas propuestas de política pública– ofrezcamos una reflexión profunda, que no apele solo al sentimiento de abandono regionalista. Dicho de otro modo, para que el proceso tenga resultados debemos ser persuasivos, y eso implica construir nuevos argumentos que nos permitan justificarlo.