Columna publicada en 05.02.19 en The Clinic.

Toda revolución trae consigo costos considerables. A fin de cuentas, un cambio violento en la estructura de toda sociedad conlleva el derribo de poderes establecidos, el reemplazo de instituciones y el desvío radical del curso acostumbrado de las cosas. El último libro de Laurence Debray, Hija de revolucionarios (Anagrama, 2018), recientemente traducido al español, tiene la virtud de mostrarnos otra dimensión del problema. En su relato autobiográfico, la historiadora francesa —y biógrafa del rey Juan Carlos— muestra los costos personales de una revolución que sus padres intentaron llevar a cabo en primera persona durante los años sesenta y setenta en Latinoamérica. Él es Régis Debray, connotado intelectual francés que acompañó a Ernesto Guevara en sus últimos días en la sierra boliviana y quien hizo una difundida entrevista a Salvador Allende, donde le reprocha la vía electoral hacia el socialismo. Ella, Elizabeth Burgos, antropóloga venezolana muy conocida por su entrevista y posterior libro con la guatemalteca Rigoberta Menchú.

Antes de comprometerse con el socialismo y participar en el gobierno de Mitterrand, el padre de Laurence fue un importante ideólogo del castrismo, dotó al guevarismo de un lenguaje filosófico y participó de la intelligentsia cubana junto con su mujer, Elizabeth. Su embelesamiento con la revolución, sin embargo, es objeto de las críticas de Laurence: “Poco importaba que los cubanos estuvieran obligados a someterse al racionamiento y a la carestía de alimentos”. Además, como el régimen les controlaba sus amigos, contactos e idas y venidas, eran, en palabras de su hija, “rehenes voluntarios de lujo”.

El relato de Laurence Debray puede leerse como un duro ajuste de cuentas de una hija con sus padres. El reproche no se dirige únicamente a una dedicación excesiva a una causa política: hay también una crítica a la bandera particular abrazada por sus progenitores. La vida clandestina de la revolución forjó el carácter de sus padres y marcó a fuego su experiencia de hija: “Aunque hayan vuelto a la vida legal, mis padres no podrán nunca deshacerse de estos rasgos de carácter: predican, dividen, esconden, conspiran, seguros de su superioridad intelectual. Secuelas de una clandestinidad de la que no se sale indemne”. Sobre su madre, afirma que “se había convertido en una experta en manipulación y en una agente hiperinformada. ¿De dónde sacaba aquella resistencia inquebrantable?”. Sus rostros, señala, se convirtieron en una especie de caparazón duro e inexpresivo. No era allí donde debía buscar su lugar.

Su ascendencia francesa y venezolana, sumado al cosmopolitismo del compromiso político de sus padres (Bolivia, Cuba, Nicaragua), hace que Laurence Debray se pregunte constantemente por su lugar de pertenencia. La urgencia con que busca ese vínculo es quizás una de las notas más emotivas del texto: “He nombrado a los personajes principales de esta historia subrayando mi filiación con ellos. «Mi padre» y «mi madre». Realmente no ha sido por un afán de claridad de cara al lector, sino para intentar forjar un lazo que me uniese a ellos. Para domesticarlos, para acotarlos. En vano. Habría tenido que llamarlos, para ser honesta, por sus nombres, «Elizabeth» y «Régis»: los he perseguido durante sus aventuras preparentales, pero al final siguieron siendo extraños para mí”.

Es quizás el trabajo intelectual de su padre el que más resiente su hija: “Cuanto más se ennegrecían las hojas con su escritura minúscula, menos podía yo llegar a él. Sentía que sobraba. Esa sensación de molestar no me ha abandonado”. Por tanto, más que en sus padres, será en la figura de sus abuelos paternos —símbolos de una acomodada burguesía parisina— donde encontrará un punto de apoyo. También, a falta de una figura paterna, tendrá una multitud de padrinos: la amistad de sus padres con el pintor Roberto Matta o con Julio Cortázar, o las visitas al director de tesis de su madre —de quien terminará heredando un piano— generarán vínculos que le permitirán, de una manera distinta, fijarse un lugar en una constelación que no por artificial resulta menos valiosa. A fin de cuentas, para sus padres la familia “formaba parte de aquellos valores de los que renegaban y que se sustituían por el clan, ideológico, solidario y lírico”.

La vida relatada en Hija de revolucionarios intenta asirse a esas biografías, “tan trágicas como líricas”, de sus padres. Como resultado, tenemos un relato con una voz personalísima, entrañable y sensible. Su propia historia, que la vuelve “una persona totalmente hermética a las utopías”, le da la capacidad de arremeter en contra de los ídolos y de desmitificar aquello que nos parecía cómodo. Uno de los puntos más altos de un libro muy recomendable es hacer ver que, visto de cerca, el mito revolucionario pierde parte importante de su mística.