Columna publicada el 16.02.19 en La Tercera.

En mi libro “El poder del poder” (2016) traté de explicar el origen de la autoridad política. Siguiendo al antropólogo René Girard, lo vinculé a la violencia sacrificial: las comunidades humanas suelen constituirse políticamente a través de la persecución y sacrificio de chivos expiatorios.

Estas persecuciones, además, suelen ser la forma en que se procesan las tensiones políticas una vez que la comunidad ya está constituida. Una forma fácil de recuperar la unidad es buscando enemigos comunes. Es por eso que el proceso penal se mantuvo en un estado particularmente primitivo y brutal por muchos siglos: estaba diseñado no para hacer justicia, sino para mantener la estabilidad del orden social mediante el sacrificio. Si era políticamente necesario que alguien fuera culpable, el sistema se encargaría de que lo fuera.

No es que este elemento sacrificial haya desaparecido del proceso penal en nuestros días, pero se ha visto limitado de manera importante y progresiva por las garantías procesales y la presunción de inocencia. Basta comparar el antiguo procedimiento penal con el nuevo.

Sin embargo, estas limitaciones a la “funa legal” no han detenido el ímpetu sacrificial de los colectivos humanos. La paranoica búsqueda de “culpables” por los incendios forestales es un buen ejemplo. El brutal linchamiento de lanzas en el paseo Ahumada es otro, así como también lo es la dinámica comunicacional generada en torno a Matías Pérez. En todas estas situaciones, aunque por distintos motivos, se reemplaza la búsqueda de verdad y justicia por la búsqueda de un consenso sacrificial.

El caso Frei Montalva, finalmente, es quizás el ejemplo cercano más lamentable. Está atravesado por la voluntad de convertirlo en un asesinato, hayan o no pruebas. Lo que era una causa personal de una de las hijas del ex Presidente, movida por dudas legítimas que deben someterse a la justicia, se ha transformado en una causa identitaria para buena parte de la Democracia Cristiana y en una convicción política para buena parte de la izquierda cuya identidad sigue atada a Pinochet. Por hacer un punto político o por ordenar las huestes, hemos visto a quienes hacen nuestras leyes dispuestos a tirar por la ventana toda prudencia relativa al debido proceso o la presunción de inocencia, a validar como definitivo un fallo de primera instancia que prueba casi nada, y a acusar de conspiradores a quienes -desde muy distintas orientaciones políticas- los llaman a la sensatez. Y, lo que es más grave, hemos visto también a estos colectivos presionar no sólo para que los procesados sean tratados como culpables, sino para que personas sobre las que no pesa ninguna acusación -como es el caso de Luis Castillo, actual subsecretario de redes asistenciales- lo sean también.

Esta es la primera vez que veo a un partido funar a alguien ofreciendo colaboración legislativa a cambio de su cabeza. La lógica que gobierna este procedimiento es propia de pandillas y no de legisladores. “Sin la justicia ¿qué serían de verdad los reinos sino bandas de ladrones?”, se preguntaba Agustín de Hipona. ¿En qué se convertirá Chile si los que hacen las leyes renuncian a cualquier pretensión de justicia?