Columna publicada el 19.02.19 en El Líbero.

Se reactivó la discusión sobre el Tribunal Constitucional (TC) y el gran punto en disputa es el llamado control preventivo, que consiste en la facultad de revisar la constitucionalidad de un proyecto de ley antes de que sea promulgado. Se trata nada menos que de la participación de un tribunal, con miembros no electos democráticamente, en el proceso legislativo.

La gran crítica es que los miembros del TC no tienen legitimación política para ejercer facultades legislativas. Si quieren crear o cambiar leyes, se les invita a que se presenten a elecciones parlamentarias, a que se dejen de apariencias y se conviertan en políticos. Aquí hay dos aspectos que merecen cuidada atención y que los defensores del control preventivo no se han hecho cargo de manera satisfactoria.

El primero tiene que ver con la pregunta por si la participación del Tribunal Constitucional es política o jurídica, lo que remite al tipo de razonamiento en que sus miembros fundamentan sus sentencias. En este punto, los defensores del control preventivo tienden a argumentar que sus sentencias son jurídicas, y por tanto teñidas de suficiente neutralidad política como para no ser polémicas, pues solo estarían defendiendo la supremacía de la Constitución. Sin embargo, el asunto es más complejo, pues los términos abstractos de las constituciones, especialmente el de los derechos fundamentales, no otorgan reglas y definiciones específicas que restrinjan al juez a un grado limitado de discrecionalidad. En cambio, los jueces se ven forzados a llenar el contenido de esos términos abstractos, que por cierto son políticamente disputados. De esta forma, al no tener reglas y definiciones específicas a mano, solo queda recurrir a conceptos morales o políticos.

El segundo aspecto es que muchas veces se sostiene que el TC existe para defender a las minorías de las mayorías tiránicas. Sin embargo, se trata de un argumento tan extendido como limitado, ya que no es cierto que exista algo así como la expresión pura de la voluntad de una mayoría. El método democrático (conocido como la regla de la mayoría) no lo garantiza, pues las negociaciones políticas y la común imposibilidad de votar en bloque suele resultar en que las mayorías no siempre ganan y, por paradójico que parezca, pueden verse frustradas con frecuencia. Tampoco es tan fácil sostener que existen algo así como mayorías puras —grupos consistentes en el tiempo y con objetivos específicos— pues los representantes políticos no reflejan otra cosa que la fundamental diversidad y falta de acuerdo propia de la modernidad. Por esta misma razón, hablar de tiranías es complejo, pues no existe suficiente consenso respecto de qué exigencias son o no de justicia como para describir tal o cual posición como tiránica. Nada de esto indica que el argumento no funcione, sino simplemente que su alcance es bastante más acotado de lo que sus defensores asumen.

Pero no hay que ir tan rápido como para concluir de lo anterior que el control preventivo no tiene justificación. Hay algunos pasos intermedios que aun se debiesen explorar.

Es importante tener presente, en primer lugar, que la representación no es lo mismo que la votación democrática. El representante es quien logra articular la comunidad política y moverla hacia la acción en la historia, es quien personifica lo que podríamos denominar un sentir popular. Apelando a nuestras convicciones profundas, logra encarnarlas de modo que yo piense que su decisión es mi decisión. Puede ser representante quien hayamos elegido democráticamente, pero también puede no serlo. Nadie dudaría de que personajes de la talla de Ricardo Lagos, quien no logró imponerse en una elección reciente, representa a buena parte de la población chilena, incluso a quienes no están de acuerdo con sus posiciones políticas. Si esto hace sentido, entonces es plausible tener instituciones representativas pero no democráticas. La fuente de legitimidad no está dada por el modo de elección, sino por la persona. En esta línea, es una buena señal que exista acuerdo en elevar los estándares de las competencias de los ministros.

Sin embargo, tampoco hay buenas razones para limitar a aquellos potenciales representantes a la pura profesión de abogado. Si es cierto que las normas constitucionales abstractas, especialmente las que se invocan en los controles preventivos, invitan a un razonamiento más político que jurídico, ¿por qué asumir que los abogados son grandes filósofos?

El control preventivo tiene una razón de ser con argumentos atendibles. Para decirlo en términos más polémicos: una tercera cámara puede ser eventualmente legítima. La manera de justificarlo, sin embargo, no va por negar que el TC es político o que defiende a las minorías. Que este tipo de puntos no estén en la mesa al momento de debatir indica que hay otras vetas que estamos perdiendo de vista y que podrían oxigenar una discusión a ratos asfixiante.