Columna publicada el 04.12.18 en La Tercera.

Los resultados de la última encuesta CEP despertaron una serie de reflexiones en los medios respecto del destino de la religión en la sociedad chilena. Uno de los datos más comentados fue la clara disminución de quienes se identifican como católicos, así como la muy baja valoración institucional de la iglesia y su jerarquía. Tal evidencia volvió a levantar una vieja premisa (y esperanza) de nuestra elite ilustrada: a medida que las sociedades se desarrollen, la fe dejará de existir. Muestra de ello es la columna de Daniel Matamala en este mismo medio, que lleno de optimismo anunció la consolidación de un Chile poscatólico. El abandono de la religión sería así la señal inequívoca de que avanzamos –¡al fin!– a la promesa siempre esquiva del progreso. Ya no tendremos que compartir vecindario con los poco prestigiosos Yemen y Afganistán y podremos asemejarnos en cambio a los honorables Suecia y Noruega; países que, sin fe y amparados en convenciones sociales seculares, habrían logrado construir sociedades más justas y prósperas.

Más allá del clásico espíritu de elite latinoamericana que aspira a codearse con las naciones poderosas, parece importante destacar la tensión escondida en quienes usan la religión como el chivo expiatorio que explicaría nuestro insuperable subdesarrollo. Pocos desconoceremos que las religiones han dejado de ser el elemento unificador de las sociedades occidentales, aunque no es claro que ya no determinen parte importante del comportamiento de las personas que adhieren a ellas. En ese sentido, aunque desaparezcan del ordenamiento institucional, las religiones siguen impactando las prácticas sociales, por más que se las quiera excluir del análisis. Los resultados de la misma encuesta CEP dan cuenta de que la fe no se ha desvanecido tanto como la adhesión institucional, y eso no sólo remite a la persistencia de creencias extravagantes sobre lo sobrenatural –¿cómo pueden seguir existiendo en los tiempos que corren? se preguntan sorprendidos muchos liberales–, sino también a valoraciones, actitudes y motivaciones que tienen efectos directos sobre la vida social.

Ahora bien, no es en la discutible interpretación de la evidencia de la CEP donde reside lo más problemático de las posiciones que ven la disminución de la identificación religiosa como si fuera un indicador evolutivo indesmentible,sino en la incapacidad para mirar críticamente las creencias seculares que emergen en su reemplazo. Las dificultades que enfrentan hoy las sociedades occidentales no se deben a la persistencia atávica de la religión, sino a los efectos de procesos ocurridos hace apenas unos siglos, cuando liberalismo y nacionalismo campeaban en Occidente. ¿Hemos olvidado acaso que la pobreza de los países del tercer mundo se explica en gran medida por el impacto de un colonialismo liderado por la Europa libre, secular y racional? Ante ese olvido ¿habrá que recordar también los trágicos episodios que la religión secular del nacionalismo lideró durante el siglo XX? El desprecio con el que se mira a los países de los que se espera que Chile se aleje, y el prejuicio ilustrado desde el cual se suele comprende la función social de la religión, impiden dar cuenta de la complejidad de los procesos históricos que hoy tienen lugar. Así, el desenvolvimiento de los hechos queda reducido a una sola variable (la desaparición de la religión) y se identifica apenas una posible evolución de los mismos (ante esa desaparición, el avance ineludible del progreso). ¿Cómo explicaremos entonces, desde esta perspectiva, la crisis de las democracias occidentales que tantos advierten hoy en día? ¿A qué variable atribuiremos en los tiempos del liberalismo la existencia de exclusiones e injusticias en pleno siglo XXI? La lectura progresista de la historia que parece dominar nuestro debate público muestra en este caso su principal punto ciego: la carencia de distancia crítica para observar los límites y tensiones que cada presente nos vuelve a poner sobre los hombros.