Ensayo publicado el 24.01.19 en La Segunda, y originalmente en la Revista Societas del Instituto Chile.

¿Qué ha sucedido en Chile desde 1989 que explique la situación actual y su proyección futura? Desde luego, sería demasiado ambicioso intentar contestar tamaña interrogante en forma exhaustiva; pero en los minutos que siguen exploraré una respuesta, aunque sea provisoria o preliminar. Para ello dividiré la exposición en 4 pasos, y me apoyaré en algunas reflexiones más amplias y, en especial, en el trabajo que venimos desarrollando hace algunos años en el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).

Quisiera comenzar señalando que considero adecuado el marco temporal de la pregunta, por ambicioso que parezca. De un tiempo a esta parte, el Chile de la transición se encuentra en el ojo del huracán, y por tanto es imprescindible mirar hacia atrás, a los inicios de ese período. Como ustedes saben, la crítica a la transición —categórica y a veces irreflexiva— fue un leitmotiv delas movilizaciones sociales del año 2011; y esa crítica también sirvió de base al programa de la Presidenta Bachelet. Debemos advertir, sin embargo, que el cuestionamiento no se agota ahí. Hay otros diagnósticos, no siempre convergentes entre sí, que coinciden en sacar al pizarrón al Chile de la transición, o al menos perciben su ocaso. Así, Ernesto Ottone y varios otros sugieren un cambio de ciclo político; Carlos Peña habla de una nueva cuestión social; Hugo Herrera denuncia un desajuste entre el pueblo y sus instituciones; y Daniel Mansuy describe la ruptura de los consensos y, más aún, la agonía de la transición. Menciono todo esto porque es importante tomar nota de un primer hecho de la causa: las lógicas y los arreglos que rigieron desde el retorno a la democracia han sido problematizados más allá de la izquierda política e intelectual. Y en contextos así, cuando se cuestionan los principios y directrices características de un régimen, es natural volver la mirada al instante fundacional, al momento en que ese régimen comenzó a cristalizarse. En ese sentido, vuelvo a la idea inicial, parece sensato apuntar al año 89. Con las reformas constitucionales pactadas y plebiscitadas, y con el triunfo de Patricio Aylwin, ese año se consolidan tendencias ya anunciadas por el Acuerdo Nacional y, sobre todo, por el triunfo del No. Si deseamos comprender el auge y decadencia de la transición, es crucial indagar qué ha sucedido desde entonces hasta nuestros días. La pregunta, insisto, es muy pertinente.

Con todo, de cara a ese esfuerzo de comprensión quizás sea preciso remontarnos incluso más atrás: si en 1989 se consolidan tendencias ya anticipadas previamente, ¿cuál fue su raíz? La pregunta, parafraseando a Stefan Zweig, podría formularse como sigue: ¿es posible hallar en los albores de la transición algún instante estelar que marcara a fuego el rumbo de los años venideros? ¿Se encuentra en el amanecer de esta etapa algún momento sublime, de aquellos “en los que una decisión destinada a persistir a lo largo de los tiempos se comprime en una única fecha”?

Desde luego, esta clase de interrogantes no admite respuestas unívocas ni exactas; pero, tal como dijera Arturo Fontaine a propósito de un debate relacionado, la intuición y la interpretación histórica bien pueden iluminarnos en estas materias. Por eso acá quisiera remitirme a Rafael Otano y su Crónica de la transición. Cuando Otano se pregunta por el “kilómetro cero” del período, lo descubre un año antes del Acuerdo Nacional, en un seminario realizado en el Hotel Tupahue en julio de 1984. En aquel seminario, de seguro familiar para varios de los presentes, participó parte importante de la elite política e intelectual de la época; pero lo relevante a nuestros efectos, y el motivo por el que Otano descubre ahí el “punto de arranque” de la transición, fue la exposición de Patricio Aylwin. Hasta donde hay noticia, esa fue la primera vez que Aylwin defendió en forma pública una vuelta a la democracia no sólo pactada, sino fiel al itinerario dispuesto por el articulado transitorio de la Constitución otorgada el año 80. Y al impulsar ese camino —esto es lo principal—, el ex Presidente decidió eludir en forma expresa la discusión sobre la legitimidad del orden político y constitucional que más tarde heredaría. A su entender, se trataba de una “controversia insuperable” que debía ser esquivada “deliberadamente”. Por eso Aylwin insistió en que no había “salida jurídico-política posible si no se prescinde del tema de la legitimidad”.

Miradas las cosas en retrospectiva, uno de los factores que favoreció el retorno pacífico a la democracia fue, precisamente, la renuncia ex profeso a discutir la cuestión de la legitimidad. Quizás ese solo hecho, entonces, ya basta para mirar con escepticismo a quienes denuncian puro pragmatismo o claudicación en el camino impulsado por el fallecido ex presidente. Sin embargo, aun cuando la pregunta por la legitimidad podía —y si coincidimos con Aylwin, debía— ser suspendida, esa suspensión no podía ser eterna, sino que necesariamente tenía fecha de término. Después de todo, no exageran quienes, como Robert Spaemann, afirman que “el problema fundamental de la filosofía política es el problema de la legitimación del poder”. Olvidar este aspecto de la vida común guarda directa relación con nuestras dificultades actuales, y por eso conviene tomar en serio la sugerencia de Otano acerca del “kilómetro cero” de la transición. Como he explicado con más detalle en otro lugar, se trata de un momento muy decidor de ese Chile, un momento que de algún modo prefigura sus luces y sombras. Es muy probable que en 1984, 85 o 89 las circunstancias hayan exigido ignorar el debate sobre la legitimidad del orden político. Pero tal como vemos hoy, tarde o temprano la legitimidad vuelve por sus fueros.

Si se quiere, lo sucedido desde el año 89 en adelante puede ser descrito como el despliegue de la lógica perfilada por Aylwin en el Hotel Tupahue. Desde el Acuerdo Nacional, y en especial desde el triunfo del No, nuestro país realizó múltiples esfuerzos para volver a vivir en paz. Y en eso, sumando y restando, la transición fue exitosa; y no de cualquier manera, sino logrando una articulación inédita en nuestro siglo XX: democracia política (vigente antes de la dictadura) y economía de mercado (impuesta en el régimen de Augusto Pinochet), con todo lo que esa articulación permitió, la modernización de Chile en suma. Pero ese éxito, indudable en muchos sentidos, nunca se intentó legitimar expresamente en términos políticos.

Tal vez ese esfuerzo de legitimación quizás era innecesario, o al menos secundario, cuando el deseo de paz de Aylwin era, al mismo tiempo, un deseo nacional; pero no siempre sería así. Los miedos y los anhelos de la ciudadanía inevitablemente cambiarían con el tiempo, y por tanto la sola facticidad sería insuficiente para legitimar el nuevo Chile que emergía. No obstante, ninguna de las dos grandes coaliciones políticas de los 90 estuvo en condiciones de intentar ese trabajo de legitimación. Todo esto lo explica con detalle Daniel Mansuy en su libro Nos fuimos quedando en silencio. Mientras la Concertación tendía a criticar en el discurso las mismas articulaciones que apoyaba en los hechos —lo que sólo podía socavar la credibilidad del “modelo”—, el discurso dominante en la derecha asumió que la expansión del mercado y de las libertades económicas eran suficientes para procurar la felicidad de la polis.

Si a todo ello agregamos el ambiente de la época —piénsese en la fama que alcanzó la retórica del “fin de la historia”—; los efectos del sistema binominal y los mecanismos supramayoritarios en la derecha política —que sólo después de muchos años se vio en la necesidad de persuadir a las grandes mayorías—; y el cansancio y los miedos de una generación que sufrió los perjuicios del panpoliticismo, el resultado sería exactamente el que vivimos: un país que progresa, pero al costo de olvidar dos lecciones que recordaba con frecuencia Raymond Aron. La primacía de los fenómenos políticos, por un lado, y las tensiones inherentes al progreso, por otro. Naturalmente, a medida que pasaron los años los consensos impuestos por las circunstancias comenzaron a trizarse y a ser cuestionados, pues ellos no fueron objeto de deliberación política. Y al no serlo, tampoco fueron objeto de crítica política razonada, sin la cual es inviable introducir a tiempo las correcciones que todo orden social requiere con el transcurso del tiempo. Esto es relevante, pues, si es cierto lo que enseña Edmund Burke, la mejor manera de hacer frente al ímpetu revolucionario nunca ha sido el inmovilismo, sino más bien un sano reformismo institucional. Ese reformismo no llegó a tiempo en nuestro caso, en parte por las razones descritas, y en parte por otras que no alcanzo a desarrollar —entre las que, dicho sea de paso, ocupa un lugar muy destacado el déficit moral que refleja la ola de abusos y corrupción pública y privada conocida durante los últimos años—. Las consecuencias de todo esto son visibles: crisis de credibilidad de partidos, políticos, Congreso, grandes empresas, etc.

Si lo anterior es plausible, enfrentar de modo adecuado los problemas y desafíos actuales exige, entre muchos otros aspectos, interrogar los fundamentos políticos y morales de nuestro proceso de modernización. Cualesquiera hayan sido sus beneficios, el cuadro descrito sugiere que el Chile de los años 90 y siguientes, si bien contó con muy buenos cuadros técnicos, careció del tipo de reflexión propiamente política que sí existió en el pasado. Y ese ejercicio de reflexión hoy resulta imprescindible, tal como ha quedado de manifiesto durante el último lustro: los debates más hondos de nuestros días se refieren, precisamente, a la justicia y legitimidad de nuestras instituciones.

En mi opinión, un ejercicio de esa índole exige la recuperación de una perspectiva y una aproximación propiamente política —arquitectónica, diría el viejo Aristóteles—, capaz de abordar los problemas humanos en toda su complejidad. Sin duda esa recuperación asoma como una tarea difícil por varios motivos, pero, insisto, me parece una tarea ineludible. Por esa razón, en esta última sección quisiera mencionar dos dificultades que vislumbro al respecto y de las que conviene tener conciencia, una ideológica y otra institucional; ninguna exclusiva de nuestro país por cierto.

La dificultad ideológica consiste en la primacía, a ratos excesiva, que han alcanzado ciertas categorías de raigambre individualista a lo largo y ancho de todo el espectro. Desde luego las libertades personales son muy valiosas, pero para pensar la vida social también se requieren otros lentes y enfoques. A estas alturas representa un lugar común la denuncia del excesivo economicismo que primó en una parte significativa de la derecha política. Sin embargo, puede pensarse que nuestra izquierda ha sido víctima de un problema análogo, que a nivel global ha sido subrayado por el filósofo francés Jean-Claude Michéa. Me explico: al abrazar acríticamente las banderas de la diversidad, la izquierda corre el riesgo de contradecir o al menos olvidar la mejor versión de sus raíces e identidad, que remiten a la lucha por la justicia y la protección de los más débiles y oprimidos. Tal vez la señal más patente de ese fenómeno sea el tipo de argumentos que se ofrecen en algunas discusiones político-morales, en las que se observa una paradoja digna de atención: al mismo tiempo que se dice combatir el neoliberalismo más extremo se abrazan, no obstante, premisas propias del liberalismo más ortodoxo, sin siquiera notar la tensión involucrada. Esto es dista de ser trivial porque, como advirtiera Sergio Micco, si promovemos el individualismo afectivo se hace poco probable avanzar hacia una sociedad más solidaria. Por lo demás, esa manera de encarar las cosas conduce a perder de vista cuestiones importantes. Si el partido socialista alemán incluye en sus preocupaciones programáticas “la necesidad de madre y padre que tienen los niños”, y si líderes como Barack Obama —a quien nadie tildaría de reaccionario— han reconocido el nexo que suele existir entre ausentismo paterno, pobreza y delincuencia, quizás nuestra izquierda podría escrutar la realidad nacional con un prisma diferente al acostumbrado en las últimas décadas. Después de todo, hablamos de situaciones que influyen de manera determinante en el bienestar de personas de carne y hueso, y que debieran importar a quien dice tomarse en serio la justicia social.

La dificultad institucional, en tanto, consiste en la progresiva judicialización de la actividad política. La tendencia excede nuestras fronteras, pero debemos notar que un número significativo de decisiones públicas se ha ido trasladando desde la sede propiamente política —el Congreso y el Ejecutivo— hacia diversa clase de tribunales. Basta pensar en el destino de varios proyectos de inversión de cierta entidad, en los precios de los seguros privados de salud y en las discusiones morales (“valóricas”) más polémicas. Este es un tema que ha sido bien analizado por Javier Couso y Jorge Correa Sutil en nuestro medio, y que, tal como nos advierte este último, obliga a volver la mirada sobre nuestras debilidades políticas y democráticas. Esto porque entre las razones que parecieran explicar este panorama se encuentra la complicidad del legislador, ya sea dejando de enfrentar ciertos temas, ya sea legislando de manera vaga ahí donde es posible y necesario fijar reglas claras. La lógica de la judicialización no sólo impide otorgar una solución adecuada a problemas que exceden la competencia y legitimidad de los jueces. Además, conlleva efectos indeseables. Quizás no es fortuito que hoy se pretendan resolver nuestras carencias en materia de salud o educación recurriendo única o principalmente al lenguaje de los derechos y a los tribunales. Acá existe otro desafío de proporciones, con vistas a recuperar la perspectiva política que sugería.

¿Por qué es tan importante dicha recuperación? Porque hay una serie de problemas que suelen resultar invisibles para quien se aproxima a los fenómenos colectivos desde una prisma puramente individual (o técnico, o jurídico o económico), y esos fenómenos están vinculados a muchos de los problemas más acuciantes de nuestros días. Algunos han adquirido creciente notoriedad, como los niveles de desigualdad que existen en Chile, y las serias dificultades que subyacen en materia de cohesión y fragmentación social. Otros son más subterráneos, como nuestras preocupantes tasas de natalidad. Y otros, en fin, están en la agenda, pero a menudo son abordados de manera insuficiente, como pienso que sucede con el debate en torno a la Constitución. Si mi argumento es parcialmente correcto, ni esos ni ninguno de los principales desafíos y tensiones que se han ido acumulando desde el año 89 serán sorteados con éxito, a menos que seamos capaces de rehabilitar categorías rigurosamente políticas, como república, nación, sociedad civil, solidaridad y subsidiariedad; categorías que —si me permiten abusar del lenguaje aristotélico— nos ayuden a pensar en el bien del todo sin sustituir a las partes, sino más bien potenciándolas y ayudándoles a cumplir su misión. A fin de cuentas, son ese tipo de perspectivas las que ayudan a captar y analizar con pertinencia aquellas cuestiones que, desde 1989 a la fecha, a veces ni siquiera hemos logrado percibir.