Columna publicada el 13.01.19 en El Mercurio.

Con la ansiedad propia del animal que huele sangre, la oposición decidió ejercer máxima presión sobre el ministro de Interior. Las declaraciones del general Victtoriano y la extraña reacción del mismo Andrés Chadwick parecen encerrar al Gobierno en un difícil dilema al concentrar toda la tensión sobre la persona del ministro (como ocurrió antes con Carlos Figueroa bajo Frei y con Rodrigo Hinzpeter bajo Piñera). Si se queda -y todo indica que así será por ahora-, la interlocución política puede verse complicada. Si cae, el oficialismo quedará con una desagradable sensación de derrota que le puede amargar los tres años que le restan en el gobierno.

La discusión adquiere un tinte más complejo con el fantasma de la acusación constitucional. Desde luego, se trata de una amenaza espuria, que revela cuán desorientada está la izquierda. La verdad es que no hay ningún motivo serio para ocupar este instrumento contra el ministro Chadwick: una cosa es cometer errores y otra distinta, incurrir en causales propias de esta acusación. Se trata simplemente de una vía oblicua para hacer pagar una supuesta responsabilidad política, dado que la presión mediática no alcanza. En este caso, todos los argumentos jurídicos que se esgriman serán una manera (muy) poco elegante de esconder una verdad evidente: una herramienta delicada está siendo instrumentalizada sin la debida justificación. En los últimos meses, los partidos opositores han realizado un curioso esfuerzo por banalizar al extremo la acusación constitucional, como si fuera un recurso para zanjar diferencias ordinarias. El gesto es adolescente, pues no se percatan de que -con el tiempo- la cuenta también la pagarán ellos (y basta recordar el caso Yasna Provoste). Hace falta tener una vista extraordinariamente estrecha para no percibir cuánto horadan las instituciones que ellos mismos aspiran a conducir.

En el fondo, la oposición encuentra en este camino una vía rápida para ocultar bajo la alfombra sus propias tensiones no resueltas: proyectos alternativos que son más divergentes que convergentes, ausencia total de liderazgos dignos de ese nombre, dispersión en el Congreso y falta de discurso político. Como puede apreciarse, los problemas de la izquierda son muy profundos, y ninguna derrota del Gobierno -por más sonora y escandalosa que sea- les ahorrará el indispensable trabajo de pensarse a sí mismos. Es paradójico, pero la oposición retrocede incluso cuando parece que avanza. Además, al darles credibilidad y peso a las declaraciones de carabineros cuestionados, toda la clase dirigente se expone a ser virtualmente chantajeada en función de las pasadas de cuentas internas. Es obvio que la salida de decenas de generales iba a tener consecuencias, pero me temo que nadie hace un buen negocio entrando en esa lógica.

La situación también es reveladora del difícil momento que vive el Gobierno. Más allá de la legitimidad de la eventual acusación, el Ejecutivo parece particularmente expuesto a los ataques. A diez meses de haber asumido el poder, todavía no logra encontrarle la vuelta a la tuerca. Si el Gobierno vive sometido al vaivén de vientos que no controla, es simplemente porque cuenta con pocos elementos para dibujar él mismo una cancha que le permita desplegar su identidad y su proyecto. Salvo el caso de Marcela Cubillos -que sí tiene capacidad para instalar temas-, el oficialismo tiene más reacción que iniciativa.

De hecho, la obsesión oficialista respecto del ministro Chadwick manifiesta una debilidad peligrosa, que la oposición detecta y explota muy bien. El hombre es sin duda talentoso, y le sobra la experiencia. Sin embargo, la pregunta de fondo es por qué motivos resulta tan complicado imaginar a un gobierno de Sebastián Piñera sin Chadwick, considerando que este último no es Churchill, y ni siquiera carta presidencial. Esto nos obliga a considerar el dispositivo más íntimo del piñerismo, que funciona en torno a círculos de estrecha confianza personal, al que no acceden políticos con estatura propia (basta recordar la lista de ministros de Palacio de los dos gobiernos de Sebastián Piñera). En ese primer círculo, el Presidente no admite personalidades con ambiciones ni agenda, y eso dificulta cualquier diseño y plan de acción. Mal que mal, suele ser difícil hacer política prescindiendo de los políticos.

Chadwick es imprescindible porque combina estos elementos: es cercano al primer mandatario, tiene trayectoria y carece de agenda personal, además de ser UDI. Dicho en simple, no existe otro dirigente de ese tonelaje que cuente con la confianza irrestricta de Piñera, y eso lo convierte en irremplazable. Por lo mismo, su ausencia resulta casi inconcebible: sin él, el Gobierno perdería buena parte de su peso e interlocución. De algún modo, habría que pensarlo todo de nuevo, y volverían a instalarse con más fuerza los viejos fantasmas del déficit político. De algún modo, la derecha desandaría el camino andado con mucho trabajo y sudor. En la manera de reaccionar a esta coyuntura, el Ejecutivo se juega buena parte de su destino.